La sabiduría natural lo plasmó en una sentencia tan lacónica como atinada: “La gente no se está yendo; ya se ha ido”. La pronunció hace poco una mujer sanabresa y la recogió, destacada, este periódico. ¿Se puede resumir mejor un problema, que viene afectando al mundo rural zamorano desde la noche de los tiempos, casi desde las correrías de Almanzor? Es difícil por varias razones. La primera, porque la soltó alguien que está dentro del asunto, que lo sufre, que, para saber de lo que habla, no le hacen falta masters, ni congresos, ni debates sesudos, ni estadísticas, ni estudios de cómo seremos, y cuantos, allá por el año 2050 y sucesivos. No. Le basta con abrir los ojos y ver lo que está viendo, lo que ha visto y lo que intuye y teme. Y, claro, la autora de la frase sabe que el mundo rural de Zamora, los pueblos, no serán lo mismo sin gente. Parece de Pero Grullo, pero hay muchos que no acaban de entenderlo, que últimamente reducen el mundo rural a paisaje, a ecologismo barato, a esfuerzos por preservar el medio ambiente, a un medio indispensable, para luchar contra el calentamiento global. En los despachos siguen moviendo papeles. A la señora sanabresa no le hacen falta. Sale a la calle, mira.. y ya está.

  Otra de las razones para no hallar un resumen más certero es la firme constatación, en boca de una paisana, de lo que viene ocurriendo desde siempre en esta tierra nuestra. Hay en la frase, corta pero intensa, denuncia y, a la vez, resignación, fatalismo y una especie de grito maldito, de destino inexorable y cruel. La gente ya se ha ido. Ya se fue, como se fue cuando aun se pudo suturar la herida y cerrar la hemorragia. Y no hace falta irse muy para atrás. Basta con situarnos en la década de los sesenta del siglo pasado cuando acabó la autarquía y comenzó el desarrollismo, que se llevó las industrias y la riqueza a puntos muy concretos y determinados de España (tal vez convenga recordarle de vez en cuando a Vox y a otros parecidos lo que hizo Franco con esta tierra y con sus habitantes).

Monumento al emigrante, en Fermoselle.

Fue una reconversión salvaje del mundo rural con el agravante de que aquí no hubo ayudas para los perjudicados como sí sucedió más tarde con los astilleros, la minería, el cierre de fábricas, etcétera. No. En Zamora y en muchos puntos de Castilla y León, se abrió la puerta a la gente que ¿sobraba? en el campo para que se fuera a las ciudades, a los polos industriales, a la Cataluña próspera, al País Vasco que crecía y crecía, al Madrid que parecía quedarse con todo el interior español, a las costas que ya aprovechaban el tirón del turismo. Mano de obra barata, manipulable, silenciosa, resignada. Nadie, y menos los gobiernos franquistas de turno, hizo nada para que el desarrollo fuera equilibrado, para que España no se dividiera en unas áreas ricas y otras pobres, para que los recursos de las zonas desfavorecidas pudieran ser aprovechados allí mismo (por ejemplo, la energía de los embalses), para intentar crear empleo en lo que apuntaba solo a la emigración, al desarraigo.

  Y por si fuera poco, hacían falta divisas, dinero para invertir en los lugares elegidos. ¿Y quién podía aportar esas divisas? ¿Quiénes iban a ser? Ha acertado el caballero: los paletos de los pueblos, los que hicieron las maletas de cartón para irse a Alemania, a Francia, a Luxemburgo, al igual que hicieron sus antepasados cuando a principios del XX emigraron a Cuba o a Argentina. Y cuando pudieron regresar, buscaron trabajo e invirtieron sus ahorros en la España desarrollada. En el mundo rural zamorano ya no había sitio para ellos. Además, en los pueblos los tractores y las cosechadoras habían acabado con la mayor parte de la mano de obra anterior a la revolución agraria. Progreso, comodidad, avance significativo, pero con mucha menos gente, la que ya no podía volver.

He escrito antes la palabra “paleto”. Podía haber usado otras similares como garrulo, isidro, destripaterrones, etc. Esas voces le han hecho un daño atroz al mundo rural. Un daño que aun se paga. Las palabrejas de marras contienen un desprecio infinito, reflejan la pretendida superioridad de quien las pronuncia y humillan al que las recibe. Y las gentes del campo emigradas a la ciudad no supieron defenderse. Prefirieron ocultar su origen, ser madrileños a los dos días, olvidar sus raíces; todo menos seguir pareciendo paletos. Y eso también fue un duro golpe para el mundo rural. Ni los suyos se reconocían ya en él. 

El mundo rural zamorano agoniza entre el desdén eterno, el abandono, la resignación y unos atisbos de esperanza

Todo contribuyó (falta de empleo, abandono, poca rentabilidad agraria, motetes despectivos) a la agonía del mundo rural zamorano. Nadie, o muy pocos, parecía creer en él. Hasta se le negó el futuro. Quien se quedaba en el pueblo era un fracasado; el que se iba a la ciudad triunfaba, aunque estuviera de bedel, de portero o descargando camiones en Legazpi (dicho con el máximo respeto para estos oficios). Tampoco, salvo raras excepciones, se puso en el lugar que merecía, y merece, la cultura popular, sus tradiciones, su forma de entender la existencia y de hacerle frente. Parecía que solo existía lo nuevo, la supuesta vanguardia, que había que borrar lo anterior o quitarle protagonismo. Otro palo para lo rural, que vio cómo le decían que aquello en lo que había creído, su mundo, estaba ya pasado de moda. No valía, no sabía inglés.

Y llegamos a la actualidad. Ahora parece que lo rural es supermegaguay. Casi todo el mundo se refiere a él en términos más o menos elogiosos: silencio, tranquilidad, aire limpio, buenos alimentos. Pero, ¡ay!, continúa la despoblación, la lenta muerte de muchos pueblos. Se habla tanto de este tema, de análisis, de soluciones, que, a veces, da la impresión de que ya no existe. Y sí, sigue ahí como revelan año a año los datos del censo zamorano. Al menos, parece que se buscan alternativas, que las administraciones y la sociedad son conscientes de la gravedad del problema. Por ahí hay que empezar. Por ahí entra un resquicio de esperanza. Que no se frustre, que bastantes frustraciones hemos tenido a lo largo de la historia. Esa esperanza nos mantiene vivos.