Muy cerca de Puebla de Sanabria, la localidad de Castro se oculta y disimula detrás de unas potentes lomas. La carretera general de Galicia y la moderna autovía cruzan a escasas decenas de metros del pueblo, pero desde ellas no se percibe su existencia. Y es que el casco urbano se ubica en un recóndito valle, rodeado de una naturaleza bucólica y pujante. Sus edificios se distribuyen en tres barrios bien definidos, el de la Iglesia, el de la Calle Real y el Barrio Nuevo, separados entre sí por huertos y prados. Las casas, aunque convenientemente modernizadas, conservan en gran medida el pintoresquismo de la arquitectura tradicional. Están construidas con paredes de piedra y tejados de pizarra, contando con amplios balcones a lo largo de sus fachadas. El lugar, un tanto difuminado por la cercanía de la capital comarcal, posee larga historia. Sobre uno de los cerros inmediatos hubo de ubicarse el asentamiento castreño que le dio nombre, del cual en nuestros días no se aprecia resto alguno. Documentalmente se sabe que en el año 1103 un varón llamado Jimeno Mudarráfez, nieto de Mudarrafe Garcíez, donó al monasterio de Castañeda una "corte" que aquí poseía.

Dos son los recintos religiosos existentes, ambos valiosos y monumentales. De ellos, la iglesia destaca por su envergadura y solidez, alzada por entero con sillería de granito perfectamente escuadrada. De su exterior descuella el campanario, funcional espadaña de dos vanos coronada con cinco pináculos escalonados. Junto a su base queda un arco ciego aprovechado como hornacina para la imagen pétrea de la Virgen de la Vega. Esa escultura procede de la desaparecida ermita de ese mismo nombre, que, dicen, se ubicó lejos, en descampado. Representa a la reina de los cielos de pie, con las manos mansamente recogidas sobre su regazo y vestida con gruesos mantos. Es una figura un tanto rústica y popular, pero posee un atractivo intenso. Acudiendo ahora hasta el muro oriental, en su centro descubrimos una cruz en relieve a la que se agrega una compleja inscripción. Nos informa, si la hemos descifrado correctamente, que esa parte fue creada en el año 1576, siendo promotor el rector Pedro Espada. Tras acceder al interior apreciamos la elegancia y luminosidad de todo el recinto. Su cabecera posee una bóveda de crucería estrellada, cuyo estilo y cronología se ajustan bien a la fecha señalada afuera. Sus nueve claves exhiben sencillos relieves policromados, de entre los que destaca un expresivo sol central. Los retablos muestran una abigarrada complejidad barroca. El mayor presenta columnas salomónicas por las que trepan sarmientos bien provistos de pámpanos y racimos. En su zona alta, una especie de dosel o baldaquino, del que cuelgan pesados telones, sirve de trono para la figura del San Isidoro, titular de la parroquia.

En el extremo septentrional del pueblo, a la salida hacia Barrio de Lomba, se localiza la ermita del Santo Cristo de la Piedad. Es un oratorio amplio y bien construido, formado por un voluminoso presbiterio y larga nave. Ante la puerta se tiende un portalillo sujeto por dos sólidas columnas y por encima de los tejados emerge una pintoresca espadañuela de un solo ventanal, animada con pilastras rehundidas. La imagen del Crucificado venerada en su altar mayor presenta al Redentor clavado en la cruz, ya muerto. Es una figura proporcionada y serena, que concita intenso fervor. En su honor ofrecen una novena que concluye el día de la Ascensión, fiesta destacada en la que tiene lugar una emotivo desfile procesional.

Si accedemos desde la iglesia a la ermita por la calle Real o mayor, a medio camino topamos con un esbelto crucero. Posee un pedestal formado por varios escalones y una basa cilíndrica bien torneada. Sobre ella emerge un fuste sumamente grácil, dotado de estrías, en el cual está cincelada la fecha de 1784. Arriba, sobre una saliente cornisa que hace las veces de capitel, se yergue una cruz con los clavos, la corona y la cartela del Inri. Por delante se le adosa una especie de recuadro que tal vez exhibió alguna estampa ahora perdida.

Tras conocer los principales atractivos del núcleo urbano salimos al campo libre desde las proximidades del ya citado santuario del Cristo. Avanzamos breves metros por la carretera hacia Barrio y, justo a orillas de la última casa, tomamos hacia el norte una vieja vereda que discurre entre pastizales y áreas boscosas. Los robles se adueñan de todos los espacios, menguando las perspectivas hasta reducirlas a un angosto cerco. Allá en el medio resisten ciertos rodales de castaños e incluso un pequeño pinar, vestigios de la existencia de ciertas fincas ahora indetectables. Las franjas desbrozadas de un par de tendidos eléctricos de alta tensión provocan cierto alivio entre tanta espesura. Aunque parten trochas con destinos diversos, nosotros seguimos en todo momento las roderas más señaladas.

Tras haber recorrido un kilómetro escaso accedemos a una zona de claros, con áreas de pastos más despejadas y fecundas. Alcanzamos por allí un camino transversal y a través de él nos desviarnos por el ramal de la derecha. Estos parajes, conocidos como La Majada, incluyen el enclave de la Mesa de los Franceses. Cuentan que allí se apreciaba una especie de corro o redondel algo más elevado que el terreno circundante. Estaba limitado por un surco o canalillo en el cual los chavales metían sus pies para sentarse con cierta comodidad. La tradición asegura que durante la Guerra de la Independencia los soldados de Napoleón montaron en ese lugar un puesto de señales. Encendían hogueras y con ellas se comunicaban con otros destacamentos apostados en las cumbres de la sierra Segundera por un lado y sobre el estratégico sierro de San Juan por el otro.

Volvemos a introducirnos en la espesura del bosque, en el cual surge la sospecha de que seres imperceptibles vigilan nuestra marcha. Cierta y palpable es la existencia de jabalíes, pues divisamos los múltiples estropicios que producen al hozar. A su vez, es probable la espantada sorpresiva y presurosa de algún ciervo. Si el tramo ya caminado ha sido mayormente llano, iniciamos ahora un descenso en el que existen rampas muy inclinadas. Ya bastante abajo atraviesa un carril, pero nosotros de momento continuamos de frente. Comenzamos a percibir el rumor de las corrientes fluviales, pero su presencia visual se nos oculta por completo. Prolongamos la bajada hasta alcanzar una especie de amplia plataforma colonizada por escobas y otros matorrales arbustivos. Estamos ya muy cercanos al río, el cual, por fin, conseguimos divisarlo a través de los escasos y precarios boquetes que dejan entre sí los densos sotos ribereños. Con dificultad logramos acceder a las propias orillas, deslizándonos por un empinado talud a la vez que vamos apartando una hosca maraña de tallos y ramas. El cauce se nos presenta liso y quieto, retenido por la inmediata presa de Peña la Olla. Esa barrera se denomina así por apoyarse en un berrueco natural en el cual la erosión acuática ha producido un agujero redondo que evoca el recipiente doméstico del que toma nombre. Las corrientes rebosan cayendo con estrépito, saltando entre multitud de rocas dispuestas para que la fauna fluvial pueda superar tal obstáculo. Al frente, en la otra orilla, se abre una amplia campa dotada de algún edificio auxiliar. Esa zona es un espacio lúdico y de baños, una piscina natural perteneciente al vecino pueblo de Castellanos.

Resulta harto trabajoso el seguir el cauce por su mismo borde. Por ello retrocedemos un corto trecho por el mismo itinerario de venida. Lo hacemos hasta el último cruce por el que pasamos, pues allí elegimos la variante que enfila hacia el mediodía. En un primer sector atravesamos por el centro del monte, para acercarnos después al propio lecho acuático. Este tramo resulta el más atractivo de todo el recorrido. La senda discurre por las laderas occidentales del valle fluvial, descendiendo en algún tramo casi hasta sus fondos para elevarse después a media altura. A su vez se divisa un paisaje áspero y grandioso. El cauce aparece en toda su bravía realidad. Las aguas se precipitan impetuosas, torrenciales, batiéndose entre grandes peñas. El fragor de tanto chapoteo se potencia al quedar constreñido entre las cuestas. Aún se aprecian las presas de los viejos molinos, de los cuales todavía perdura íntegro uno de ellos. Es un edificio de grandes dimensiones, asentado en la orilla opuesta. La percepción de todos esos elementos y detalles resulta mucho más precisa en el invierno y comienzos de la primavera, pues tras el brote de las hojas la visión se acorta en gran medida.

La trocha que hollamos, bien marcada, se adapta al trazado de los sucesivos meandros. Tras una cerrada curva aparecen sorpresivamente los enormes puentes de la autovía. No llegamos hasta sus pilares, pero nos quedamos a pocos pasos. Topamos ahí con una pista que, hacia la derecha, nos va a devolver al pueblo. Por ella remontamos una rampa empinada, para después, repuestos de la fatiga, llanear por una especie de páramo irregular. A media distancia divisamos el castillo de Puebla en toda su imponente grandeza. Origina estampas sumamente hermosas, encaramado sobre la cumbre de un agudo otero. Su reciedumbre contrasta con la esbeltez de la torre de la vecina iglesia. Superamos dos bifurcaciones en las que optamos por el camino de la izquierda y, entre medio, una encrucijada en la que seguimos de frente. Arribamos así a las proximidades de una amplia nave ganadera que viene a ser el primer edificio local por este lado. Casi inmediato se emplaza el depósito del abastecimiento domiciliario de aguas. Aparece semienterrado, por lo que en nada mengua la arrogancia de un largo crestón pétreo que avoca las formas de una muralla desdentada. Desde estos parajes gozamos de unas ventajosas panorámicas sobre parte del casco urbano. El templo local, cual si fuera un centinela vigilante, emerge de entre un apiñado cerco de tejados. Por todo el contorno los árboles forman un círculo protector. A su vez, como telón de fondo, la poderosa Sierra Segundera se eleva oscura, enérgica y poderosa. A nuestro lado se hallan algunas viviendas modernas, rodeadas de fincas y sotos. A través de las calzadas por las que se accede hasta ellas o por trochas más directas bajamos a la inmediata carretera. Esa vía asfaltada nos deja enseguida en el mismo punto del que partimos.