Todos los años se obra el milagro del reencuentro en Zamora. Incluso sin la divinidad que revestía a Jesús cuando multiplicaba panes y peces, hacia ver al ciego, al mudo hablar o correr al tullido, toda una ciudad logra renacer, revivir cual Lázaro levantándose de la tumba, dejando atrás esa resignación que la lastra los restantes 355 días. El auténtico milagro sería perpetuar esa conjura de unidad que, pese a todo y pese a muchos, pone en marcha la Semana Santa. Y que las voces de los niños se escucharan por la Zamora antigua en un permanente Domingo de Ramos. Pero, bajo el esfuerzo común de estos días, persisten las aguas negras que nos hacen retroceder cuando la primavera avanza hacia el estío y así se nos condena a una eterna sequía.