Se ignora quienes fueron los hijos del rey que dieron apellido a esta localidad de San Román de los Infantes. No obstante, dado que en algún tiempo se designó en femenino: "de las Infantas", tal vez pudiera proceder de doña Sancha Raimúndez. Esa dama de sangre real era dueña del lugar hacia la mitad del siglo XII. Debido a su acendrada religiosidad, en 1157 y con el apoyo de su hermano Alfonso VII el Emperador, se lo donó al obispo Esteban y a su iglesia de Zamora. Lo hizo como parte de un lote en el que entraron otras generosas dádivas. De esa manera, las instituciones eclesiásticas, aparte del dominio sobre el propio poblado, llegaron a controlar varios de los latifundios de la demarcación. Y es que el término local, muy extenso, integró las dehesas de Congosta, Las Furnias, Barbadillo, La Carba, Casillina, Las Vegas y Mezquetilla. De esas vastas heredades, las cuatro primeras pasaron a ser del cabildo catedralicio y las dos últimas las compartió el mitrado con el convento de las Dueñas. Sólo Casillina quedó en manos de un señorío laico, el de los Docampo. Con las leyes desamortizadoras de 1835 todas las fincas religiosas fueron expropiadas. El Marqués de Villaverde y el Conde de Chinchón fueron dos de los terratenientes compradores.

El propio pueblo, enclavado en el medio de tan enormes haciendas, apenas dispuso de unas pocas tierras para el sostenimiento de sus gentes. Por ello, a pesar de su categoría como villa, acogió una exigua población y fue siempre muy pobre. Esa insignificancia aún es más acusada en nuestros días, pues residen allí escasos vecinos y se aprecia mucha desolación.

Su casco urbano se ubica en un valle profundo y angosto, drenado por un arroyo rotulado en los mapas como regato de Valmadero. La mayor parte de las casas se escalonan en la ladera de la margen derecha, sobre solares en los que emergen berruecos un tanto irregulares. Dominan los edificios antiguos, creados con rústicas paredes desprovistas de cualquier tipo de enfoscados. El material de obra esencial es un esquisto muy oscuro, casi negro, en el que intercalaron cantos irregulares de cuarzo lechoso que destacan por su blancura. A su vez, las techumbres poseen tejas un tanto deslucidas. Muchos de los inmuebles se hallan abandonados, lo que agrega una acusada sensación de decrepitud y decadencia. En uno de ellos aún se marcan los volúmenes de un par de viejos hornos domésticos, impermeabilizados con lajas de pizarra. En conjunto se genera un ambiente muy sobrio, casi lóbrego, pero sumamente pintoresco. Sin duda, dentro de nuestra provincia es uno de los núcleos más armónicos e impactantes; pena es que se encuentre tan dañado por la ruina.

Desde la zona más alta domina la iglesia, la cual posee una modesta espadaña como señuelo. Descuella por su potencia y solidez. Su puerta, adintelada, queda a la sombra de un pórtico formado por dos robustos arcos de medio punto abiertos hacia el mediodía. Como en muchos otros pueblos sayagueses, uno de los muros, aquí el oriental del presbiterio, se acondicionó para ser aprovechado como trinquete del juego de pelota. En el interior, la pieza más atractiva que podemos admirar es un noble crucificado, cincelado posiblemente en el siglo XVII. Muestra al Redentor de un tamaño que se aproxima al natural. Aparece ya muerto, con la cabeza inclinada sobre el hombro derecho y serena expresión. Nosotros lo contemplamos hace unos años y su policromía estaba ennegrecida por el humo de las velas que, secularmente, los devotos habían encendido a sus pies. Ignoramos si aquella pátina se mantiene, pero no menguaba en nada su atractivo y le agregaba un aspecto aún más impactante.

Conocido el pueblo, hemos de saber que su término está limitado por el curso del Duero en unos veinte kilómetros. En esta zona el gran río inicia los cortados de Los Arribes, mostrando ya cierta espectacularidad. El cauce fluvial traza una de sus más llamativas curvas. Su dominante discurrir de este a oeste topa con un potente sierro transversal. Ante ese obstáculo, las corrientes, para esquivarlo, tajaron un cerradísimo recodo. Aprovechando ese meandro, el ingeniero Federico Cantero Villamil proyectó el salto de El Porvenir, central hidroeléctrica construida alrededor de 1903, una de las primeras de su tipo en nuestro país. La obra posee un túnel de unos 1500 metros de longitud que taladra la montaña de lado a lado, consiguiendo una caída de aguas de unos quince metros. La compañía creada para su explotación fue el germen de la actual Iberdrola, una de las empresas más pujantes de toda España.

El destino de nuestra caminata va a ser otro punto del gran río, situado aguas arriba, dentro de la dehesa de Congosta. Para ello partimos del núcleo urbano por el arcén de la carretera. En esa salida observamos que uno de los últimos edificios es la escuela, ahora cerrada. Junto a ella resisten varios columpios, solitarios casi siempre, en larga espera de niños que los disfruten. La subida resulta fatigosa y pronto dejamos de ver la mayor parte de las casas. A cambio dominamos la angosta depresión por la que el arroyo local continúa en su fluir. Ya arriba, esa calzada empalma con la pista que sirve de acceso a la mencionada central del Porvenir y allí nos desviamos nosotros hacia la izquierda. Junto al propio cruce, en una zona despejada y solitaria, se emplaza el cementerio local. Su recinto, pequeño y humilde, encierra unas pocas sepulturas, protegidas por una rústica pared de piedra. Por los alrededores se extienden parcelas que con sus formas irregulares se adaptan a la compleja orografía. Esas fincas, carentes de arbolado, alternan el barbecho con el cultivo de cereales.

Nos dirigimos ahora hacia el norte. Este tramo, que estuvo asfaltado y se cuidaba con esmero, se halla muy deteriorado en nuestros días. Su firme está suelto y existen innumerables baches. Por ello, los hipotéticos coches han de circular forzosamente muy lentos. Bien cerca asoma un teso prominente, denominado de la Cruz Chiquita. Alcanza unas cotas de 773 metros, las mayores del contorno. Dado ese dominio, se le considera vértice geodésico importante y para evidenciarlo colocaron en su cumbre el habitual hito de cemento. Desde esta parte y hacia el oriente conseguimos divisar la ciudad de Zamora, un tanto difuminada por la distancia.

Al llegar a unas portillas, que se sujetan en un par de esbeltas pilastras, nos introducimos por la trocha que de allí arranca. Un cartel nos indica que sirve de acceso hacia la Posada Rural de Congosta. Caminamos de momento por las lindes de ese latifundio. A la izquierda quedan sus espacios, repoblados forestalmente de pinos, con ejemplares aún jóvenes. Al otro lado se abren tierras desnudas, tapizadas con hirsutos matorrales. Las panorámicas que dominamos hacia este costado resultan impactantes. El terreno se hunde vertiginoso en barrancos intricados, emergiendo entre ellos ásperos serrijones. Por abajo discurre la rivera de Campeán, la cual dibuja sucesivos recovecos, Más allá, casi limitada, se extiende la llanura.

Otra entrada similar a la anterior sirve para penetrar de lleno en la gran finca. Ahora avanzamos inmersos entre el pinar, carentes de otras perspectivas distintas a las frondas inmediatas. Transitar por ahí resulta un tanto mortificante, pues el pavimento del camino está revuelto, constituido por un cascajo grueso e inestable. Tras alguna curva enfilamos directamente hacia el curso fluvial, al cual descendemos por una rampa muy acusada. Antes de llegar abajo, en los escasos tramos en los que la vegetación nos lo permite, descubrimos la plana acuática generada por la presa del Porvenir. En un principio esta barrera fue un dique elemental, pero hace unos años lo han fortificado y recrecido, instalando turbinas en su borde para poder aprovechar también la energía de los momentos de caudales copiosos.

Ya en los fondos, el paraje resulta deleitoso y apacible. Un huerto, con diversos frutales, se interpone entre el camino y el propio río. A su vez, junto a las mismas orillas prosperan hileras discontinuas de chopos. Las corrientes, aunque activas, apenas se notan, diluidas en un álveo de anchura considerable. Unas decenas de metros más allá desemboca la ya mencionada rivera de Campeán. Sobre su lecho se genera una especie de ensenada profunda y quieta, constreñida entre abruptos repechos. Ciertos árboles, un tanto inclinados, forman una especie de arco vegetal muy atractivo. Al lado mismo, coronando el cerro contiguo, se emplaza la Posada Rural, establecimiento hostelero de magnífica apariencia. Dispone de unos edificios amplios y modernos, de muy grato diseño. A su vez quedan rodeados de espacios ajardinados que colaboran sin duda a que la estancia ahí sea aún más placentera.

Un poco hacia el oriente perduran las viejas casas de la heredad, rehabilitadas parcialmente. Recordando la historia, este lugar también estuvo incluido en la donación la princesa Sancha al obispo zamorano. Sobre él existió una aldea que quedó yerma desde antiguo. En un intento de potenciar su población el cabildo catedralicio le otorgó un fuero cuyo texto se ha perdido. El latifundio en su integridad, tras la Desamortización del siglo XIX pasó a manos del Conde de Chinchón, el cual pagó por él 425.100 reales. Un grupo de vecinos de Carrascal consiguieron comprar, hacia 1955, unas 60 hectáreas, las más orientales, parcelándolas entre ellos.

Parte de la riqueza de la propiedad se basó en la explotación de una aceña instalada en el curso fluvial. En nuestros días no se aprecia la azuda con la que se canalizaron los flujos necesarios, pero resiste firme el edificio molinar, el cual evoca las formas de un barco de piedra varado junto al borde. Sin uso desde hace décadas, ha perdido del todo sus tejados, pero se mantienen las paredes, muy sólidas. Están construidas con mampostería pétrea, ligada con duro mortero. Además, destinaron gruesos sillares para el agudo tajamar, su eficaz defensa frente al tremendo envite de las riadas. Como acceso todavía permanece un corto puente, formado al menos por un arco. Agarrados a las juntas de las piedras, por todo alrededor prospera un cerco de cañaverales, al cual también se le suma un arbolillo.

Tras evocar el trajín del pasado, bien distinto del abandono y la inutilidad actual, damos por terminada la estancia aquí. Para el retorno desandamos el mismo itinerario por el que vinimos, el cual, empinado y cuesta arriba, resulta bastante más fatigoso.