Bien cercano a rutas importantes, las cuales cruzan diametralmente por su término, Alcorcillo esconde su ubicación entre lomas macizas y extensos bosques. Sólo descubrimos su disimulada realidad al llegar a las propias casas. Allí la obra humana encaja sin estridencias con una naturaleza generosa y expansiva. No existen detalles sobresalientes, pero es en esa humildad general y en ese recogimiento donde reside todo su atractivo.

Para acceder al pueblo tomamos la carretera general de Portugal, apartándonos de ella a poco más de un kilómetro después de pasar por Alcañices. Sale de allí un modesto ramal que se introduce por un vallecillo angosto poblado de árboles. A nuestras espaldas quedan vastos pinares de repoblación, con ejemplares que ya han alcanzado el grosor suficiente para su aprovechamiento maderero. Esas masas forestales suponen una considerable riqueza.

Topamos enseguida con un merendero acogedor, una apacible área de descanso situada en un rincón sereno y resguardado, provisto de sombras generosas. Un poco más adelante, en la ladera de la otra mano divisamos un viejo molino de muros pétreos y tejados de pizarra. Hace ya varias décadas que dejó de utilizarse, pero una minuciosa restauración le ha devuelto la solidez e integridad originarias. Como fuerza motriz aprovecharon las corrientes del arroyo que drena esta vaguada, al cual se le conoce con el nombre de la Rivera y es el cauce principal de todo el término. Para conseguir la caída necesaria excavaron un largo caz con el que derivar las aguas hasta la profunda balsa contigua. En contraste con la actividad y trajín del pasado, ahora domina la quietud y el silencio. Al lado, en la campa contigua, han instalado mesas y asientos. Sirven como meta y lugar de asueto, sobre todo en los apacibles paseos veraniegos.

Sólo quedan unas pocas decenas de metros para alcanzar las primeras viviendas. El acceso es ahora cómodo y diáfano, pero no lo era así en tiempos pasados. Había que esquivar la llamada Peña de Tardamansa, la cual obligaba a trazar una peligrosa curva. Una expeditiva rectificación ha eliminado el obstáculo. Ya en el casco urbano, vemos que los diversos inmuebles se apiñan en calles angostas y sinuosas. Debido a la ancestral prudencia de no ocupar las fértiles tierras inferiores, rellenan en una breve mesetilla constreñida entre cuestas empinadas. Apenas quedan espacios que puedan considerarse verdaderas plazas, por lo que las perspectivas son siempre cortas. Para una panorámica general de todo el conjunto hay que subir, como poco a media altura, por las laderas meridionales. Desde allí apreciamos la existencia de tres barrios diferentes. El más grande y populoso es sin duda el distrito central, en el que se concentran la mayor parte de los edificios. Hacia el noroeste se emplaza La Quinta, con unas pocas casas agarradas a fuerte desnivel, separadas de las demás por una zona de cultivos. A su vez, a nuestros pies hallamos el arrabal de La Cuesta, acomodado en los repechos de la margen derecha del arroyo.

La iglesia emerge con energía por encima de todos los tejados. Destaca por la reciedumbre de su campanario y la solidez de los demás elementos. Su puerta, cobijada dentro de un sombrío portal, posee un arco redondo, creado con gruesas dovelas, que en su aspecto actual insinúa la herradura. No parece que esas formas pudieran deberse a una remota antigüedad. Es probable que sean el resultado de reformas diversas. La irregular colocación de los sillares de las jambas induce a pensar que en algún momento se remontó todo el conjunto, tascándose a su vez ciertas impostas. Tras acceder al interior comprobamos que dispone de una cabecera cuadrada y una sola nave. Esos espacios básicos se ampliaron con la adición dos capillas laterales, enfrentadas entre sí a modo de crucero. En retablo mayor posee cuatro pinturas sobre lienzo un tanto oscuras. Dos de ellas son de pequeño tamaño y forman parte de la predela, siendo las otras bastante más grandes. Dejan en el medio la imagen titular de Santa Colomba, la patrona local. En un altar secundario se entronizan San Vicente y los mártires Fabián y Sebastián, tan venerados en todo Aliste, tenidos como protectores contra las pestes.

Si la suerte nos acompaña, preciso es contemplar la hermosísima cruz parroquial de plata, guardada a buen recaudo para evitar los sobresaltos de los robos. Se porta en las fiestas principales y también en ciertas romerías de la comarca, como la dedicada a la Virgen de la Salud, en Alcañices, en el encuentro de las Siete Hermanas. Es una obra renacentista, realmente notable. Sobresale tanto por la complejidad ornamental del propio crucifijo, relleno de cresterías, óvalos y medallones, como por su macolla, ésta animada con columnas entre las cuales se abren hornacinas ocupadas por estatuillas. Sorprende como un lugar tan modesto y apartado pudo costear una pieza tan lujosa. Dadas sus formas, la debieron encargar a un platero zamorano importante, posiblemente a comienzos del siglo XVII.

Atendiendo a los edificios civiles, aunque predominan las casas muy modernizadas o de nueva construcción, todavía permanecen ciertos testimonios de la arquitectura tradicional del pasado. Bien curioso es una especie de corredor, cerrado casi del todo con madera. Se localiza en una esquina no lejos de la iglesia y posee unas formas pintorescas, muy poco comunes.

Dispuestos a realizar un recorrido por el término, iniciamos la caminata partiendo hacia el norte por la denominada calle de Alfonso XII. Antes de salir por completo al campo libre atravesamos junto a una hilera de huertos sobre la que se alzan algunos edificios nuevos. El más periférico es el conocido como el Pabellón, una amplia nave comunal diseñada para acoger diversos actos públicos como espectáculos, competiciones o los propios bailes de las fiestas invernales. Casi al lado se sitúa un parque infantil, además de aparatos de gimnasia para adultos. Seguimos de frente en el cruce inmediato, para elegir el ramal de la izquierda en la siguiente bifurcación. El itinerario resulta ameno, pues zigzaguea entre húmedos pastizales, fincas aradas y matas arbóreas. Son terrenos fecundos, irrigados por ciertos manantiales. En una de las últimas praderas hallamos una portería un tanto decrépita, testimonio del uso de estos espacios como un ocasional campo de fútbol. Enlazamos al fin con una pista de concentración parcelaria que cruza transversalmente, tomándola nosotros hacia el oeste. Nuestra marcha discurre ahora por parajes monótonos y despejados, sobre los que se emplazan, distantes entre sí, un par de grandes tenadas ganaderas. No muy lejos quedan las lindes con el término de Tola, divisándose algunos de los edificios de esa vecina localidad.

Vamos dejando atrás hasta tres empalmes y en el cuarto viramos para iniciar el regreso hacia el punto de salida. Penetramos en un vallejo incipiente que poco a poco se cierra y profundiza. Ya bastante abajo transitamos junto a un área encharcada, repleta de hierbajos y junqueras. Es una especie de tremedal en el que brota un manantial copioso. Afirman que si los ganados, en sus ansias de pacer, se introducen en este enclave quedan atollados en el fango y es necesario acudir con cuerdas para poderlos sacar. Los caudales que aquí surgen se retienen con una presa de cemento, acumulándose en un amplio estanque. Ese depósito sirve de reserva acuática, disponible en caso de incendios, pero también como lugar de baños estivales. Para su disfrute han colocado a la orilla diverso mobiliario, además de plantar también algunos árboles, entre los que destacan un par de sauces llorones, logrando así la anhelada sombra. Comienza aquí el recorrido del arroyo local más importante, la ya conocida Rivera, uno de los pocos afluentes del río Angueira antes de penetrar en tierras portuguesas.

Tras continuar en dirección al pueblo, topamos enseguida con una encrucijada formada por la conjunción de cinco calzadas. Ante la disyuntiva de tener que optar por alguna de ellas, cualquiera de las de la izquierda nos sirve para completar el recorrido. Elegimos al fin la segunda, para adentrarnos a continuación en uno de los parajes más fértiles de todo el término. Un cerco continuo de sotos actúa como barrera protectora frente a los vientos más desapacibles; incluyéndose en esa masa forestal hileras de castaños y nogales. Los espacios agrícolas, formados por tierras oscuras y suelos profundos, están seccionados en propiedades diminutas. La razón para mantener este minifundio es que quedaron excluidos de la concentración parcelaria debido a su histórico destino como huertas. Aquí se cultivan las hortalizas para el consumo doméstico, por lo que en general todo se cuida con esmero.

En un disimulado rincón descubrimos un edificio que desde lejos nos parece otro molino. Tras acudir junto a sus muros, para lo cual aprovechamos ciertos senderos trazados por las lindes, comprobamos que es el lavadero tradicional. Su estructura nuclear es una amplia pila que se llena con los aportes de un manantial inmediato. Posee un oportuno tejado, permitiendo la entrada de los rayos solares por el costado diáfano meridional. De esa manera las sufridas mujeres que acudían con su colada quedaban amparadas de los rigores de la intemperie. A pesar de la inutilidad actual, todo se halla bien mantenido, reparado con esmero. Sirve como evocación y testimonio de unos trabajos y formas de vida por fortuna ya superados.

De nuevo en el camino, unas decenas de metros más adelante pasamos junto a la principal fuente local. Se ubica en un paraje sereno y bucólico, un rincón fresco al abrigo de árboles frondosos. Hasta el moderno abastecimiento doméstico aquí llegaban la mayor parte de los vecinos con cubos y cántaros. La obra actual es del resultado de diversos arreglos con los que se intentó mejorar su higiene y su estética. Las aguas brotan de una especie de pozo protegido con una recia bóveda, enfoscada totalmente. Para poder acceder a su interior cuenta con un vano rectangular creado con gruesos sillares. Ya con intención estética, por encima dispusieron tendeles de ladrillo, completados con una especie de frontón como remate. Los caudales vierten a través de un caño copioso. Son acusadamente ferruginosos, notándose ese carácter por el color rojizo de los limos. Desde aquí restan unos pocos pasos para alcanzar las primeras casas, junto a las cuales damos por concluida nuestra marcha.