En los espacios llanos y fértiles de la Tierra del Vino surgieron tras la Reconquista numerosas poblaciones, cercanas entre sí. Con el paso de los siglos muchas de ellas desaparecieron, convertidas en desolados. Centrándonos en la mitad occidental: Almancaya, La Torrica, Baíllo, Corralino, La Mañana, Ariballos? son algunos de esos yermos, de los cuales en nuestros días apenas queda otra cosa que la memoria imprecisa de su antigua ubicación.

Al acudir ahora a la localidad de Cazurra, en su notable iglesia se guarda una vieja imagen del Redentor en la cruz, conocida como Santo Cristo del Sardonal. Esta denominación tan sonora se debe a que tal figura procede de la pretérita aldea de ese nombre, otro lugar abandonado que fue lo suficientemente importante como para contar con un centro de cultos propio. Estimulados con ello, ideamos un recorrido por el término local en búsqueda de los solares de ese perdido enclave. Pretendemos pisar el histórico suelo y a la vez captar algún hálito residual de sus ignotos moradores, cualquier vestigio de su remota presencia.

Dispuestos a caminar, enfilamos hacia el sudeste saliendo del casco urbano por la calle de la Laguna. Esta vía empalma con una especie de vereda ahora muy poco transitada. Tal senda marcha en paralelo al cauce de un arroyo profundo y rectilíneo, para concluir tras unos pocos cientos de metros en un camino de concentración parcelaria. Avanzamos ahora hacia oriente, dejando a uno de los lados la báscula municipal y una viña que contiene además varios árbolillos. A la otra mano apabulla una extensa granja ganadera, formada por cuatro amplias naves y ciertos edificios secundarios. Junto a su verja arranca una pista que se dirige decididamente hacia el sur y es la que tomamos a continuación. Justo en frente queda otra tenada similar. Ambas instalaciones pecuarias, junto a algunas más alejadas, revelan el carácter emprendedor de los habitantes locales, empeñados en contar con modernas explotaciones, económicamente eficaces y rentables.

En los campos contiguos del mediodía, a mano derecha, hallamos una poza, modesta en extensión pero relativamente profunda. Es la laguna del Sardonal, accidente orográfico junto al cual se ubicó el desolado que venimos buscando. En años secos apenas recoge en su fondo una exigua cantidad de agua, pero en épocas lluviosas se colma hasta rebosar. En ella se debieron de criar las sardas, pececillos que dieron nombre al paraje. A su orilla existe un pozo provisto de una noria ahora inservible, sustituida en su utilidad por un motor. Con los caudales que se extraen de él llenan los largos abrevaderos contiguos, los cuales no parecen muy frecuentados en nuestros días, puesto que domina la crianza estabulada del ganado. Fue éste el hontanar que abasteció a los residentes del antiguo poblado. Sus domicilios, nunca muchos, hubieron de situarse por los alrededores, rodeando al templo donde se veneró el Crucificado antes aludido. De estos supuestos edificios nada se aprecia, ni un muñón de sus muros, ni siquiera escombros esparcidos. Cualquier rastro se fue deshaciendo por la continua acción de los arados, pues ningún solar dejó de aprovecharse para la siembra. Al lado, beneficiándose de la exigua humedad, existe una josa con frutales dotada de buchina.

Retomamos la pista y seguimos adelante. Nos adentrarnos en terrenos totalmente desnudos, ascéticos, seccionados en grandes parcelas de lindes rectilíneas. Accedemos a una pequeña hondonada y allá abajo los horizontes se acortan tanto que nada vemos si no es las cuestas terrosas circundantes y nuestro propio desamparo. Esa opresión la superamos enseguida al coronar un repecho colindante. Tras él, al llegar a un cruce optamos por la vía de la izquierda. Pasamos sin desviarnos una nueva intersección y en la que sigue escogemos el ramal que se dirige hacia la otra mano. Como detalle poco común, esta calzada que hollamos dispone de un firme peculiar, constituido por trocitos diminutos de ladrillos, subproducto de las fábricas de cerámica establecidas en la cercana localidad de Corrales.

El paisaje se anima progresivamente. Atraviesa por aquí el gasoducto de Enagás, tendido entre Salamanca y Zamora. Sabemos de su existencia por la hilera de hitos pintados de amarillo, pues los tubos conductores se hallan soterrados. A su vez, contemplamos desde cerca una pujante alameda, en la que nos sorprenden algunos árboles por su considerable envergadura. Nosotros penetramos en otro soto vecino, más extenso e intrincado, parte de la banda forestal que prospera en las riberas del arroyo Ojuelo o de Ariballos, curso fluvial afluente del Duero por su margen izquierda. Se agradece la presencia de la arboleda, pues inmersos entre ella sentimos como un abrazo protector que alivia nuestro desvalimiento, un refugio en el que guarecernos. Al parecer, en una finca inmediata, al arar se desentierran molinos de mano y fragmentos de tégulas, testimonios del pretérito asentamiento de una villa romana.

Salimos por el oriente hacia espacios de nuevo despejados. Nos acercarnos, aunque sin llegar, a una vivienda a la cual se le adosa amplia nave. Una vez más proseguimos hacia la izquierda en el empalme que encontramos de inmediato, para después remontar una larga cuesta. Ya desde lo alto las panorámicas se engrandecen, hasta conseguir avistar el valle en un amplio trecho. Sorpresivamente llaman la atención numerosas balsas rectangulares, más de cuarenta, que ocupan la considerable extensión de una veintena de hectáreas. Forman parte de la piscifactoría que se instaló allí hace ya unos cuantos años, proyectada para la crianza intensiva de tencas, pez autóctono de nuestras tierras, muy apreciado gastronómicamente. Ciertos imponderables menguaron el rendimiento, que no debió de ser el esperado. Por ello, aunque las instalaciones se conservan en buenas condiciones, se percibe su abandono.

Bien visibles al estar emplazadas sobre la cima un cerro dominante, destacan otras dos granjas. La más extensa consta de seis naves paralelas. La repetición seriada de elementos, sobre todo la de los depósitos cilíndricos del pienso, crea estampas realmente singulares. Hemos penetrado en terrenos pertenecientes a Casaseca de las Chanas, pero no llegamos a ver la localidad de ese nombre. Sí distinguimos Gema y Jambrina y en algún retazo también Peleas de Abajo. Tornamos pronto a espacios de Cazurra, para no salirnos de ellos en lo que queda de recorrido. Sucesivamente superamos hasta cuatro empalmes, eligiendo en los dos primeros la dirección izquierda, la derecha en el tercero y en el último nuevamente la izquierda. Deambulamos otra vez más por un raso uniforme y desnudo, carente de detalles atractivos. Sorpresivamente, por detrás de una larga loma comienzan a aparecer la iglesia y el depósito de aguas del propio Cazurra y un poco más allá el pueblo completo. Se generan encuadres sumamente hermosos. El templo emerge potente de entre las casas, mostrando formas rotundas. Posee un presbiterio muy voluminoso, nave más baja y una modesta espadaña sobre el hastial. Todos sus muros fueron creados con piedra de tonos rojizos muy cálidos, la típica arenisca de la comarca, fácil de trabajar pero de escasa resistencia frente a la erosión.

Ya dentro del núcleo urbano, el punto de encuentros y reuniones es la plaza Mayor o del Ayuntamiento. En ella se emplaza el viejo juego de pelota, dotado de una sola pared, tramada con cantería muy bien cincelada. Una compleja inscripción informa que su obra se hizo en el año 1902, siendo alcalde Lucas Fernández. No resulta nada fácil la lectura de tal epígrafe, ya que se encuentra muy en alto y sus letras aparecen dañadas por la intemperie. La existencia de esta instalación sin duda fomentó la tradicional práctica del juego de la pelota. Por ello se formaron en el pueblo numerosos deportistas que compitieron en torneos comarcales y provinciales. Hace ya algunas décadas se construyó un nuevo frontón a las afueras, el cual sustituye con ventaja al histórico. A pesar de su existencia, rara es la vez en la que se disputan partidas tan apasionantes como aquellas añoradas del pasado.

Además de las habituales viviendas nuevas, de magnífica calidad, descubrimos bastantes inmuebles antiguos en los cuales se mantienen detalles significativos de la arquitectura tradicional de la comarca. Algunos están fechados en el siglo XIX. Los más admirables son los situados en la calle Larga, la arteria principal del pueblo. Destacan las fachadas de dos de ellos, sobrias pero nobles, formadas por sillares pétreos magníficamente escuadrados. En otros casos vemos angostos porches ideados para proteger las puertas y sentarse al sereno.

Al fondo de esa mencionada calle Larga, en una escénica posición, se ubica la iglesia. Está consagrada a San Martín, santo al que se le honra con un emotivo desfile procesional en su fiesta de noviembre. La valía monumental y artística de este templo se aprecia sobre todo en su interior. Posee como techumbres una cúpula en la capilla mayor y una armadura leñosa sencilla en su larga nave. El arco de triunfo muestra unas atractivas formas barrocas, con pilastras cajeadas, cornisas salientes y un friso con triglifos. Notable es la riqueza en tallas y retablos, éstos en su mayoría barrocos. Descuella el principal, fechado en 1726, caracterizado por cuatro columnas salomónicas y densa hojarasca. En su centro se entroniza la imagen de vestir de la Virgen del Rosario. El niño Jesús que lleva en brazos, tallado por Ramón Álvarez, fue donado por una devota en el año 1876. A su vez, en un sencillo altar adosado al muro del evangelio se exhibe el ya citado Cristo del Sardonal. Es una escultura gótica, fechada entre los siglos XIII y XIV, soberbio ejemplo de la espiritualidad del pasado. Muestra al Salvador con los ojos cerrados y la cabeza ladeada, ya muerto. Sus formas son nobles, finas y bastante proporcionadas. Posee los brazos rectos y largos y las piernas recruzadas. El paño de pureza cuelga hasta media pantorrilla, dejando ver la rodilla derecha. Como fondo, se acompaña de una pintura que reproduce una ingenua panorámica de Jerusalén, con el cielo velado por nubes tormentosas entre las que asoman el sol y la luna. Las flores colocadas a los pies testifican el cariño y devoción dispensados por las gentes del pueblo, sentimientos que, probablemente, ya acaparaba en su estancia en el viejo desolado.