E mpecé a escribir esta columna sabiendo que el título sería el mismo que una bella canción de Franco Battiato. Apenas comencé a teclear creí recordar que ya había hecho una columna con ese título. Busqué en mi blog y allí estaba, sumergida en el plasma del tiempo, dormida, a la espera de que unos ojos la redescubrieran. Siete de abril de 2013. La releí, en tiempos y circunstancias tan distintos, para ratificar con no menos certeza que sorpresa que desde que nacemos y hasta que morimos somos básicamente los mismos. Variaciones sobre un mismo tema, alimentados de los estímulos e influencias que la vida nos va regalando o imponiendo a cada paso.

Somos un código genético completo y cerrado que va mucho más allá del mero agregado de genes. Un disco duro formateado, de una específica forma en cada caso, para que se vaya llenando de la información y sensaciones que cada día procesamos. Somos silencio que se va llenando del permanente ruido del entorno. Ruido acústico. Ruido visual. Ruido de comunicación. Ruido de relaciones. Ruido de confianzas y desconfianzas. De osadías y prudencias. Somos genes y ruido cósmico.

Quizás por eso en ocasiones necesitamos del silencio en cualquiera de sus formas para adentrarnos en nosotros mismos. Para enlazar con el pasado, para proyectarnos al futuro. Silencio acústico cuando podemos oír el aire que nos rodea sin necesidad de que silbe el viento. Silencio visual cuando la quietud nos permite la contemplación de un paisaje, un alba o un crepúsculo, un cuadro o un rostro imposible ya. Silencio de contemplación. Silencio de meditación. Sumergirse en ese océano que suspende sobre nosotros el ruido último, el del tiempo y el espacio que en constante movimiento siguen reinando en el exterior de esa burbuja en que, como la placenta materna, se convierte el océano en que nos refugiamos.

Mi columna de hoy tenía la pretensión de hablar de cómo en este mundo de ruido permanente cometemos con frecuencia el error de tratar de combatir el ruido con más ruido, los desacoples con estridencia. Escribir en torno a la campaña del Ayuntamiento de Zamora contra la violencia de género que utiliza chistes machistas. Los juegos de contrastes funcionan en publicidad. Llamar la atención, escandalizar es buen reclamo. Pero no es este ruido el mejor camino para combatir el drama en el que día a día viven miles de mujeres. Grave traspiés del gobierno municipal que no se merecen las víctimas de ese otro océano de silencio que es el del terror, el de la complicidad de una sociedad que sigue mirando para otro lado ante la violencia de género. Que calla y tolera como ajenos episodios cercanos. El del más incomprensible dolor sin límites.

Parte de la letra de la canción del título es de la escritora Fleur Jaeggy, de ella una cita que en catorce palabras dice, mejor que mis casi quinientas restantes, lo que yo, en todos los sentidos, quería expresar: "Y en el espejo sus ojos cristalinos, impregnados de fe, concisos como un epitafio".

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