Capital de la Tierra de Campos zamorana, Villalpando fue desde antiguo una población importante. Actuó como cabecera de un distrito en el que se integraban, junto a la propia villa, doce pueblos del entorno y diversos desolados. Aunque modernas revisiones históricas lo han puesto en duda, crónicas seculares afirman que el actual núcleo urbano está asentado sobre los restos de la ciudad vaccea de Intercatia. Esa urbe, dotada de poderosas fortificaciones, resistió heroicamente los ataques de los romanos. Sus defensores, cercados por Escipión el Numantino, solamente consintieron someterse cuando ese general les ofreció una rendición honrosa. Como tributo aceptaron entregar 10.000 sagos, una especie de capas de lana, muy apreciadas, que se elaboraban en los telares locales. Era el año 130 antes de Cristo.

Avanzando mucho en el tiempo, tras la expulsión de los árabes de las comarcas situadas al norte del Duero, es en el siglo IX cuando se produce una revitalización efectiva de toda la zona. Con fechas del 860, el rey Ordoño I otorga carta de repoblación a nuestra localidad, denominada Alpando por aquel entonces. Algunas décadas después, año 904, el monarca Alfonso III el Magno decidió construir recias murallas para transformar el enclave en una plaza fuerte capaz de resistir las sucesivas acometidas de los moros. Aún así, Almanzor, tras destruir Zamora, también arrasó estos parajes. Superado el peligro musulmán, durante el resto de la Edad Media el burgo consiguió un notable esplendor. Tan populoso era su vecindario que en el siglo XII llegó a poseer hasta diez parroquias. En 1211, la reina doña Berenguela, esposa de Alfonso IX, siendo señora de la villa, se la entregó a los Templarios. Otros escritos dicen que fue Fernando II en 1170. Esa orden militar la conservó bajo su mando hasta su extinción en 1312. Tras pasar después por varios señores, acabó en poder de los Velasco, Condestables de Castilla. A ellos llegó en las postrimerías del siglo XIV al casarse doña María Solier, la heredera legítima de estos feudos, con don Juan de Velasco.

Un acontecimiento de gran importancia tuvo lugar en el año 1466. En esa fecha se realizó el voto solemne que protagonizaron vecinos, clérigos y señores de la Villa y tierra, obligándose a defender el misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen María. La reunión se celebró en la iglesia de San Nicolás, convocados por la campana de la Queda. Fue el primer voto de ese tipo realizado en el mundo cristiano, treinta y un años antes del famoso de la Sorbona. Tal juramento volvió a renovarse, en aquella época, en 1498 y 1527 y varias veces más tarde.

Además de las actuales localidades aún habitadas, en el antiguo distrito existieron otras aldeas que quedaron yermas con el discurrir de los tiempos. Dentro del término municipal villapandino perdura el recuerdo de la presencia de varias. Uno de esos desolados, es de Villavicencio, situado hacia el suroeste, a orillas del río Valderaduey. Señalan que contó con un pequeño monasterio y en él fueron depositadas las reliquias de San Vicente, uno de los tres hermanos mártires sacrificados en la ciudad de Ávila durante las persecuciones del emperador Diocleciano. Las trajeron desde su sepultura originaria en un intento de librarlas de la profanación musulmana. Varios siglos debieron de cobijarse aquí, hasta que el rey Fernando II, hacia 1170, mandó trasladarlas a la colegiata de San Isidoro de la capital leonesa.

Otro despoblado notable fue el de Amaldos. Se ubicó a oriente, junto a las lindes con Quintanilla del Monte. De él quedan restos arquitectónicos aún visibles, por lo que en esta ocasión lo elegimos como destino y meta de nuestra ruta. Dispuestos para la caminata, tomamos como punto de partida la hermosa Plaza Mayor local, para salir a continuación por la llamada Calle Real. Accedemos enseguida a la majestuosa Puerta de San Andrés o de la Villa, la entrada más monumental y solemne al casco histórico amurallado. Obligado es detenernos el tiempo preciso para su contemplación. Veremos un recio torreón pétreo horadado en su base por un pasadizo generado con sucesivos arcos agudos. Su fachada externa se muestra engalanada con singular nobleza. Dispone de dos poderosos cubos semicilíndricos y entre medio un frontal con un nicho ahora vacío, ideado para colocar alguna imagen. Cuenta también con un par de grandes blasones a los que se agregan, por debajo, otros dos más pequeños. Cornisas con bolas y un largo cordón franciscano completan el ornato, coronándose los muros con una serie de agudos merlones. En su conjunto viene a ser una de las estructuras castrenses más hermosas de toda la provincia.

Justo por delante de esta puerta se abre un parque grato y cuidado, tangente con la carretera que enlaza con el citado Quintanilla del Monte. Esa moderna vía de comunicación está trazada sobre un itinerario ganadero tradicional, la colada de la Rosa. Afortunadamente no la ocupa por entero, existiendo todo a lo largo, junto a su arcén septentrional, una pista de bicis primero, que luego sólo es de tierra, por la que resulta mucho más placentero nuestro desplazamiento. Antes de salir del todo del núcleo urbano, vamos dejando atrás, sucesivamente, diversas viviendas, el polideportivo local, titulado de Chema Martínez y finalmente la Plaza de Toros. Ya en el campo libre, avanzamos por terrenos despejados. Dispersas, aisladas entre sí, divisamos unas cuantas naves pecuarias, amplias y funcionales, de escueta volumetría. Apenas existen árboles. Detrás quedaron unos pocos chopos, algún pino y, junto a las lindes, una hilera de retorcidos almendros. Tampoco aparecen cerros ni cuestas en el entorno cercano, por lo que las parcelas se extienden como retazos geométricos, mostrando barbechos desnudos o superficies aradas preparadas para la siembra. Consecuencia de esos caracteres, las miradas se dispersan hacia confines remotos. Como leves perturbaciones sobre la planicie reconocemos los cascos urbanos de las localidades más próximas. Villamayor y Quintanilla del Monte se distinguen con facilidad y, difuminadas entre calimas, Quintanilla del Olmo y Prado.

Aunque resulta cómoda la senda que hollamos, tras haber recorrido algo más de dos kilómetros su firme, con alguna escombrera en su seno, se torna más áspero e irregular. Descendemos levemente hacia una casi imperceptible vaguada, drenada por un arroyo transversal. Junto a ese regato, al mediodía de la carretera, topamos con una pradera y pasamos hacia ella. Aparte de extensos pastizales, contiene dos amplias lagunas colonizadas por hirsutas junqueras. Esas balsas, aprovechadas como abrevaderos para los rebaños, suelen conservar sus aguas hasta bien entrado el verano.

Estamos ya en los espacios que fueron del desolado de Amaldos. El enclave resulta ameno y acogedor, más fértil y húmedo que los que le rodean. Estuvo habitado desde muy antiguo, asegurándose que lo fundaron, quizás mozárabes, allá por el siglo X. Queda constancia de que en año 1024, una dama poderosa instituyó aquí un monasterio benedictino, para donárselo a continuación a la gran abadía de Sahagún. Tiempo después pasó a depender de la catedral de León y su categoría quedó reducida a la de priorato. Con el discurrir de los tiempos aquel templo cenobítico, consagrado al Salvador, fue aprovechado como parroquia lugareña. Tras quedar desierta la localidad, el recinto religioso, agregado a San Andrés de Villalpando, sufrió un total abandono. Sus techumbres y paredes fueron desmoronándose progresivamente. Pero no sólo actuó la intemperie. Los destrozos mayores los causaron al extraer materiales para nuevos edificios. Aún así no se consumó su total desaparición. Perdura todavía la que fuera su torre, destacando intensamente en el paisaje. No es el campanario completo, sólo el cuerpo inferior, pero exhibe una aparente fortaleza y descollante altura. Desapareció el piso de campanas y su basamento está muy carcomido, desprovisto de masa como si se hubiera intentado provocar su caída. Se ubica bien a la vista, a pocos pasos sobre la finca contigua, libre de cualquier otro vestigio vertical. A pesar de correr el riesgo de desplomarse su efecto panorámico y emocional es muy potente. Venturosa sería una campaña para que consolidaran estos restos. Analizando detalles, en su construcción se utilizaron piedras menudas e irregulares, colocadas con maestría. Forman una especie de bandas separadas entre sí por tendeles de ladrillos. Todo resulta adusto y desabrido a simple vista, pero en su cara interna se reconoce una franja de arquitos que denota cierto empeño ornamental. Por los solares contiguos se dispersan numerosos fragmentos de tejones, vestigios de los demás inmuebles desaparecidos. Al igual que otros poblados de la comarca, Amaldos quedó yermo en el siglo XVII, época de gran postración y decadencia. Sus tierras se agregaron al término del propio Villalpando y allá debieron de trasladarse sus últimos moradores.

Proseguimos hacia el mediodía, para tomar, cerca de la llamada Casa del Valle, una pista hacia la derecha que nos devolverá al punto de partida. En este regreso fácil resulta el observar algún bando de avutardas. Esas grandes aves acuden a alimentarse a diversas fincas cercanas sembradas de alfalfa. De nuevo en Villalpando, conviene realizar una visita detallada a su notable conjunto monumental. Pese a desgraciados derrumbes aún sorprenden los ábsides románicos de ladrillo en la iglesia de Santa María de la Antigua. También es valiosa la ahora decrépita iglesia de San Pedro. Moderna y funcional, la parroquia de San Nicolás fue construida en 1996 de nueva planta sobre los solares del templo histórico, derribado por entonces. En su altar mayor se entroniza la imagen de la Inmaculada Concepción, la cual acoge devociones y simboliza el famoso Voto anteriormente citado. Tras acercarnos al ayuntamiento, su sede reutiliza los vestigios de la iglesia de Santa María del Templo, recinto que fue de los caballeros Templarios. A su vez, sumamente emotivo es el convento de San Antonio, todavía habitado por monjas clarisas. Otros cenobios hubo, en este caso masculinos: el de San Francisco y el de Santo Domingo, los cuales desaparecieron con la Desamortización de 1835. Finalmente, en ruinas permanecen la torre de San Lorenzo, la iglesia de San Miguel y unos descarnados muros del castillo-palacio de los Condestables