En 1888 nace el primogénito de un joven matrimonio. Él, Fernando Martínez, restaurador y anticuario, natural de Medina de Rioseco. Ella, Teresa Hernández, vecina de Fuentelapeña. En el número 46 de la calle Balborraz criarán a Ignacio y a sus siete hermanos, aunque cuatro de ellos acaben quedándose por el camino a diferentes edades. Ignacio es, como ya saben muchos zamoranos, la piedra angular del "caso Palamós", el anticuario que creó una obra indescifrable: un claustro de estilo románico del que nadie, hasta la fecha, ha probado ni descartado su autenticidad.

Antes de crear su "gran obra" -hay expertos que siguen pensando que la maestría del edificio está a la altura de Silos, el más antiguo y mejor conservado de nuestros claustros-, Ignacio se curtió como anticuario en los pueblos de Zamora, Salamanca o León. Entonces, principios del siglo XX, el patrimonio español estaba en venta en una especie de casa de subastas que nadie reconocía, pero en la que todos colaboraban: el Estado solía llegar tarde a la protección de los bienes, la Iglesia necesitaba vender vírgenes románicas, artesonados y hasta monasterios completos para paliar sus "muchas necesidades" y los anticuarios daban salida a multitud de piezas de las parroquias rurales y de las grandes catedrales en mercados como el de Madrid, Barcelona o Nueva York.

Precisamente, en los años veinte, Ignacio decide marchar a Madrid junto a sus hermanos Fernando y Jerónimo para jugar en la "Champions" del mercado de las antigüedades. Entonces, el negocio bulle en las tiendas del Paseo del Prado y en una especie de mercado abierto, con epicentro en la larga avenida de Ribera de Curtidores: el Rastro madrileño.

El mayor de los Martínez opta por establecerse en el barrio de Ciudad Lineal, donde erige el principal sueño de su vida: un claustro románico cuyas proporciones pondrán en evidencia a la mayoría de estos espacios religiosos. La muerte de su supuesto principal colaborador, Arthur Byne, primero, y el estallido de la Guerra Civil, más tarde, echarán al traste la venta del monumento, retratado con maestría en aquellos años por estudio fotográfico Moreno. El claustro de Ciudad Lineal no seguiría los pasos de sus predecesores: el monasterio de Sacramenia (hoy en Miami), la sala capitular de Santa María de Óvila (recreado al norte de California) ni el ábside de San Martín de Fuentidueña (pieza estrella del espectacular museo neoyorquino de Los Claustros).

De anticuario de prestigio, adinerado y amante de los grandes negocios, Martínez pasa a ser uno más de los republicanos que abandonaron su casa para buscar lugares más seguros. En su huida a Barcelona termina dando con sus huesos en una checa, una de las cárceles anarquistas de la época. Ya en libertad, como diría su nieta Blanca Martínez, un escuálido Ignacio Martínez intentará "reiniciar" su vida en la Ciudad Condal. En la calle Santo Domingo del Call, junto al corazón del Barrio Gótico, establece un pequeño taller de restauración con su hijo Federico, un consumado artesano de la madera.

Atrás dejaba "el claustro que se había llegado la guerra". Al menos en una ocasión regresó a Madrid para recuperar sus bienes, pero las circunstancias lo disuadieron. "Señor Martínez, todo lo suyo está repartido. Deje las cosas como están. Si no, ya sabe". La amenaza de muerte en una incipiente dictadura franquista hace que jamás vuelva a intentar recuperar el sueño frustrado. Para su familia, aquello se convirtió en una especie de "museo imaginario" transformado en una nebulosa anclada en el pasado.

Poco imaginaba Ignacio que después de fallecido en su casa de Santa Coloma de Gramenet, el 21 de diciembre de 1956, su gran obra cambiaría Ciudad Lineal por una finca de lujo no muy lejos de su tierra de adopción: Palamós.

Resulta especialmente simbólico -y particularmente emocionante para quien les habla- que dos de los nietos del anticuario, Blanca e Ignacio, hayan viajado este mismo sábado a Palamós, seis décadas más tarde, para reconciliarse con el "claustro que se llevó la guerra". En efecto, los hermanos Martínez han superado la frustración de un lejano e ingrato pasado para participar en una de las visitas guiadas en Mas del Vent, la excelsa finca en la que brilla un precioso claustro bajo el sol de la Costa Brava.

Hace ahora cinco años estallaba una intensa polémica intelectual que ha terminado por enfriarse, sin que hayan aparecido las respuestas a la multitud de enigmas que siguen flotando en el aire. Quizá ahora -después de leer este relato o los muchos otros artículos que he tenido la fortuna de escribir en LA OPINIÓN-EL CORREO DE ZAMORA sobre el "caso Palamós"- entiendan mejor por qué la peripecia vital del anticuario Ignacio Martínez ha inspirado mi libro "El último claustro" (editorial Milenio), que vio la luz el pasado 27 de junio.

Casi un siglo después la gestación de este enigma -el claustro se levantó en los años treinta en Ciudad Lineal- tengo el privilegio de seguir los pasos de Ignacio, de Zamora a Barcelona con escala en Madrid, aunque ahora a bordo de un moderno AVE. Este lunes, "El último claustro" será protagonista de la primera presentación pública de la obra. Tendrá lugar en el Ateneo Barcelonés, en pleno centro histórico de la Ciudad Condal, muy cerca del antiguo taller de restauración de la familia Martínez. Allí estarán también Blanca e Ignacio, los nietos de Ignacio. Será uno más de los milagros que ya ha conseguido el claustro errante.

Y no será el último. La próxima presentación será en Zamora, dentro de la programación del Club de este periódico. Un regreso a los orígenes del caso Palamós, situado, en efecto, en el mismísimo número 46 de nuestra querida calle Balborraz.