Durante largas etapas históricas la frontera portuguesa fue una zona de riesgos y sobresaltos. Los periodos más expuestos y peligrosos se vivieron en la segunda mitad del siglo XVII y comienzos del XVIII, fase álgida de las Guerras de Secesión frente a la Corona Española. Tropas del reino vecino, o simples partidas de saqueadores procedentes del otro lado de la Raya, diezmaron las localidades españolas contiguas, causando enormes destrucciones y una gran zozobra en los que por aquel entonces eran sus habitantes. A tales incidentes debemos achacar el abandono de la población de Villanueva la Mal Asentada y el peculiar emplazamiento de Torregamones, llamativamente excéntrico respecto a su propio término, lo más alejado posible de las lindes fronterizas.

Frente a esas agresiones, nuestros monarcas, cejando su función de gobernar en manos de validos incompetentes, reaccionaron tarde y mal. Con intenciones de vigilar al enemigo y proteger nuestras tierras, sobre un peñón estratégico de la comarca sayaguesa, desde el que se domina la vecina ciudad de Miranda do Douro, mandaron construir un rústico bastión de modestas dimensiones, conocido como Fuerte Nuevo, Tal baluarte, en la línea de los de Carbajales y Puebla de Sanabria, actúa de meta en esta ocasión. Dada la notable longitud del itinerario, preciso es saber que existe la posibilidad de circular en coche en un amplio sector.

Tomamos como punto de partida el casco urbano del citado Torregamones y, dentro de él, la encrucijada en la que se halla la llamada Fuente de los Consumos. Este manantial es una de las típicas albercas de la comarca, un pozo protegido por una techumbre creada con grandes lanchones graníticos y con rústicas escaleras para acceder hasta el agua. Elegimos allí la calle del Santo, que es la principal que parte hacia occidente. Por ella avanzamos hasta empalmar con el camino de los Arrieros que en largo trecho coincide con la tradicional calzada Mirandesa. Descendemos hasta un generoso valle, drenado por el arroyo de las Pallas, cuyo cauce se salva por un puente rústico de dos vanos. A mano izquierda, en uno de los laterales de la campa contigua, descubrimos una segunda fuente, similar a la anterior, denominada de Carrimiranda. Junto a ella se arriman varias pilas pétreas, un largo abrevadero moderno, ahora vacío, y una redonda laguna; todo al servicio de los rebaños.

Tras reanudar la marcha nos introducimos entre las paredes de diversas cortinas, gozando a tramos de la sombra de encinas gruesas y añosas. A media distancia, diseminadas entre las fincas, asoman algunas grandes tenadas ganaderas, un tanto discordantes. De esa vereda principal parten a ambas manos carriles secundarios que hemos de ignorar. Pero, tras haber recorrido algo más de un kilómetro desde las últimas casas, topamos con una importante bifurcación en la que habremos de elegir la pista de la derecha. Por suerte existen diversos carteles explicativos con los que disipamos cualquier duda. Bien cerca del citado desvío encontramos otra fuente más, la de Vallanjo, tan evocadora y recia como las otras. Junto a su boca llaman la atención los largos pilones monolíticos, cincelados con esmero.

Transitamos ahora por espacios más despejados. Las parcelas, muchas de ellas en barbecho permanente, se suceden unas tras otras. En este tramo apenas existen árboles, hasta que al llegar a una hondonada más húmeda y recóndita las encinas vuelven a adensarse. Las acompañan una breve chopera a un lado y un pinar al otro. A su vez, perduran allí dos rústicas casetas, de las cuales una de ellas se adosa a un macizo cantil berroqueño.La presencia de un corralón

Tras superar ese vallejo vuelve a dominar la monotonía hasta alcanzar un nuevo empalme. Allí nos fijamos en los estratégicos rótulos y comprobamos que para seguir hacia el Fuerte hemos de tomar las roderas que parten hacia la izquierda. Esta encrucijada es el último punto a donde podemos acceder en coche. En el resto de la ruta está prohibida la circulación con vehículos a motor, excepto a los autorizados para explotaciones pecuarias. El ramal que continúa de frente lleva hasta el paraje en el que se ubican los conocidos chiviteros locales. Distan todavía unos dos kilómetros en dirección noroeste. Si llegamos a ellos veremos un corralón limitado con altas paredes, dentro del cual se guarecen unos diez o doce chozos diminutos, creados con gruesas piedras y con techumbres de escobas. En este tipo de cabañuelas guardaban los pastores a los cabritos recién nacidos, cerrando las puertas con recias losas. Quedaban así a salvo de zorros y águilas, mientras el resto del rebaño pastaba por las breñas circundantes, sumamente agrestes, contiguas ya con los propios Arribes del Duero.

Enfilados ya en dirección al propio Fuerte, continúan los hitos y señales para asegurarnos con precisión el rumbo correcto. De momento caminamos por campos suaves y abiertos. Cruzamos por áreas que fueron de la antigua dehesa de Villanueva la mal Asentada, cuyo núcleo principal se extiende hacia el mediodía. Por ese lado aparecen chopos autóctonos, altos y esbeltos, casi espirituales. Ese latifundio fue antaño una aldea que quedó yerma. Cuentan las gentes del pueblo que, dada su cercanía a la frontera, en una de las incursiones de los enemigos portugueses, éstos asesinaron a gran parte de sus habitantes, huyendo los supervivientes para nunca regresar. De cierto se sabe que ya existía como poblado en 1261. En siglo XVIII era propiedad de Cristóbal de Espinosa y siguió en manos de terratenientes hasta el 1923. En ese año fue adquirido por ciento cincuenta vecinos de Torregamones, aportando un millón de pesetas, enorme cantidad de dinero por aquel entonces.

Seguimos nuestra marcha hacia occidente, penetrando ahora en terrenos más quebrados. Divisamos sorpresivamente un retazo de los Arribes, con el cauce quieto del Duero en sus fondos, entre despeñaderos casi verticales. Más adelante la percepción será más completa y espectacular. Cerca del camino, sobre una de las cumbres, quedan las ruinas de una caseta. Por su situación dominante, con amplio control visual sobre el entorno, suponemos que fuera empleada por los guardias en su cometido de vigilar la frontera e impedir el contrabando.

Una cuesta en el camino

Nuestra senda se precipita cuesta abajo, ceñida por una masa casi impenetrable de matorrales. Abundan barceos, escobas, torvisco, cantueso, piornos, surgiendo de entre ellos algunos enebros y cornicabras. Al final del declive, prosigue a la izquierda la senda antaño principal. Nosotros nos apartamos hacia la otra mano, enfrentándonos a un empinado ascenso.

Llegamos al fin al Fuerte Nuevo, de Pencelo o de los Franceses, que de las tres maneras suele ser denominado. Se asienta sobre la cima de un oportuno cerro desde el que la portuguesa ciudad de Miranda queda indefensa, a tiro de cañón, sin que sus potentes murallas sirvan de barrera protectora. Las panorámicas sobre esa vecina población son espléndidas. Su catedral emerge blanca y pura, pero a la vez presenta un cariz hosco y recio. Por otro lado, los barrios del ensanche agregan una positiva sensación de modernidad y progreso. Lo que desde aquí apenas divisamos es el profundo cañón del río, vislumbrado solo hacia el sur. Estamos sobre la famosa Piedra Amarilla, aquella en la que aparece marcado el número dos. De ese risco los mirandeses presumen que, pese a ser español, sólo ellos pueden contemplarlo. Con su descripción comienza Saramago el magnífico libro "Viaje a Portugal".

Centrando la atención en el propio fuerte, vemos una construcción de pequeñas dimensiones que apenas emerge del suelo rocoso originario. Posee una planta triangular, marcada con gruesos muros en talud. Dentro queda un patio en el que se cobijaron ciertas estancias. Todo fue creado con mampostería elemental, aprovechando materiales pétreos de los alrededores. Debido a su reducido tamaño, poca guarnición pudo alojarse aquí, quizás sólo algunos centinelas. Se alzó en tiempos de Carlos III, pero se supone que, dado su calificativo de Nuevo, pudo existir otro bastión más antiguo, localizado probablemente sobre los mismos solares. Su utilización militar fue muy corta, cayendo rápidamente en un abandono y olvido absolutos. Hace escasos años se ha beneficiado de una modesta restauración.

De vuelta en el pueblo, comprobamos que calles y casas se dispersan dejando numerosos huertos y cortinas entre medio. La iglesia actúa como núcleo aglutinador. En sus proximidades se localizan el ayuntamiento y los espacios que actúan de Plaza Mayor. Atendiendo al propio templo, percibimos un monumento adusto y sobrio. Sus formas actuales se deben en gran medida a las reparaciones que hubieron de hacerse a partir de 1755, ya que el terremoto de Lisboa provocó grietas y derrumbes. Por fuera destaca el campanario, esbelta espadaña ornada con cornisas y pilastras. El pórtico, o al menos su reja, lleva la fecha de 1904. El titular de la parroquia es San Ildefonso y curioso es el detalle de que se guarda aquí una importante reliquia de ese famoso bienaventurado. La razón de tal tenencia se debe a que fue donada por Francisco Álvarez, sacerdote nacido en la localidad. Ese clérigo era vicario de la iglesia arciprestal de Zamora en el año 1496, en los momentos en los que se elevaron los cuerpos de San Atilano y San Ildefonso a sus ubicaciones actuales. Aprovechando el traslado, extrajo un hueso del dedo pulgar de este último santo, entregándoselo a su pueblo natal.

Otro notable edificio religioso local es la ermita de la Virgen del Templo. Dado su nombre, se especula que este santuario pudo estar relacionado con los freires templarios, aunque no existen evidencias documentales que lo confirmen. Por su situación lo hallamos junto al cementerio local, a la salida hacia Moralina. La figura de Nuestra Señora entronizada en su interior concita intenso cariño y profunda devoción. Momentos muy emotivos se viven en la fiesta del ofertorio, ya en octubre. En esa jornada las oraciones se tornan en vistosos bailes al son de la flauta y tamboril, realizados ante la imagen en el desfile procesional.

En el trecho que media entre la iglesia y la ermita, arrimado junto a una de las paredes, resiste un hermoso crucero de piedra. Sobre un firme basamento, cuenta con un gallardo pilar y, arriba, el habitual signo cristiano, el cual aparece doblemente remarcado.