El río Valdalla, afluente del Tera por su margen derecha, tiene sus orígenes en dos modestos cursos acuáticos que contornean el casco urbano de Pedroso de la Carballeda. El uno es el arroyo de la Llagonica y el otro el de Valmayor, los cuales se unen a los pies del propio pueblo. Ambos nacen en las laderas de un sierro secundario, una estribación de la más importante Sierra de la Culebra, paralela a ella por el norte. Esa cadena montañosa tiene como cimas prominentes los montes de Centinela y de la Cunca, los cuales se elevan unos ciento cincuenta metros por encima de los llanos contiguos. En general, todos estos parajes son lugares fragosos pero risueños, con praderas húmedas y jugosas bordeadas de bosques intrincados. La abundante masa arbórea es una suma de extensos pinares ya adultos, resultado de repoblaciones realizadas hace ya unos cincuenta años y de sotos espontáneos y naturales, cada vez más pujantes y expansivos. Para conocer este territorio y gozar de él elegimos la cuenca del Valmayor, decididos a bordearla en gran medida.

A poco de apartarnos de la carretera para acceder a la referida localidad de Pedroso, salimos de sus calles tras dejar atrás las primeras casas. Lo hacemos tomando un camino que parte a mano izquierda en una primera bifurcación. Llegamos enseguida a una campa amplia y amena, tapizada de fina hierba que aprovechan comunalmente los rebaños. Cruza por allí el citado arroyo, cuyo curso se salva por un funcional puente moderno. Ya en su margen derecha, elegimos una vereda trazada por el medio de los pastizales. Viene a ser ésta la tradicional servidumbre de acceso a las numerosas fincas en las que se dividen los ejidos inmediatos, unos de los más fértiles de todo el término. Inicialmente avanzamos a través de espacios despejados, para introducirnos enseguida entre los árboles. Nos escoltan robles esbeltos, los cuales, en un primer tramo, se alinean rigurosamente a ambos lados de nuestra ruta. Genérase una especie de túnel vegetal fresco y sombrío, sumamente grato. Por el costado de la derecha quedan diversos prados,humedecidos por los caudales del propio arroyo. Algunas de esas fincas estuvieron delimitadas por paredes de piedra y cercas de alambre, rotas y descompuestas en nuestros días. Notable sin duda para lo que suele ser común en su especie, sobre una de las lindes descubrimos una solitaria y peculiar escoba, de unos tres metros de altura, con formas que semejan casi las de un árbol. Estos dominios preséntanse sumamente hermosos, de una belleza pura y simple. Acogieron tradicionalmente a pastores y campesinos, con lo que la actividad era constante. Sin embargo en nuestros días domina una serena calma, una soledad casi absoluta. Nada se percibe que rompa el ensueño natural.

La hondonada por la que transitamos, a la vez que se estrecha progresivamente, se va tornando más bravía. Dado que la senda se diluye, buscamos un oportuno cortafuegos trazado por encima del enclave en el que estamos. Para acceder hasta él aprovechamos la presencia de un castañar a través del cual esquivamos un sector poblado de tupida maleza. Pero a su fin todavía nos vemos obligados a romper, en un corto tramo, por espacios baldíos, tupidos de brezos y helechos. Dentro ya del cortafuegos, comprobamos la existencia de una pista regular, creada deliberadamente todo a lo largo de la banda desbrozada. Optamos por continuar hacia la derecha, disyuntiva que repetiremos en todos los cruces y bifurcaciones que vayamos encontrando. Debido a que caminamos por la ladera, a cierta altura, cuando el dominio forestal lo consiente descubrimos amplias panorámicas. El propio pueblo se divisa a media distancia. Aunque sólo alcanzamos a dominar su barrio alto, se nos presenta como un denso conjunto de edificios cuyos tejados de oscura pizarra reverberan con el sol. Más allá quedan espacios grandiosos, yermos en apariencia: una dilatada planicie que concluye en los agrestes repechos de la Sierra de la Culebra. Distinguimos los principales accidentes de ese macizo montañoso. El más destacado, el risco de Peña Mira, se impone con rotundidad. Lo prolongan por el norte con los roquedos de Peña Larga y hacia occidente la Peña Redonda, la cual exhibe con precisión las formas que evoca en su nombre. Sigue después El Portillón, con sus crestones similares a una colosal muralla, hendida en su mitad por un boquete que simula la dentellada de un gigante. Hacia el final, emerge el bravío cantil de la Pedrizona. Tras él cae la depresión por la que se cuela el curso alto del río Manzanas.

Centrándonos ahora en las zonas más inmediatas, la ruta que seguimos separa y diferencia realidades forestales contrapuestas. Las laderas inferiores aparecen ocupadas por el bosque autóctono, formado principalmente por robles, castaños y sauces, generando espacios húmedos y sombríos, a veces impenetrables. Por los demás espacios se extienden los pinares de repoblación, con ejemplares casi adultos. Se caracterizan por su disposición rigurosamente geométrica, bien apreciable por la carencia de matorrales rastreros, diezmados por la pinocha. Dominan dos especies fácilmente distinguibles. Una es el pino albar, inconfundible por el color rojizo de la parte superior de sus troncos. La otra ha de ser el pino negral, escueto, sobrio y oscuro. Las numerosas piñas caídas por todos los lados han diseminado libremente sus semillas. Por ello, en alguno de los sectores han nacido espontáneamente multitud de plantones, muy pequeños y tan numerosos que semejan retazos de un cuidado césped.

En nuestro itinerario salvamos hasta tres profundas vaguadas, por cuyos fondos discurren regatos sólo activos en épocas lluviosas. En una de ellas existe un manantial ferruginoso. Aunque su venero resulta insignificante, el intenso color rojizo de los sedimentos así lo testifica. Por las laderas septentrionales del valle se abren extensos calveros. Abundan en ellos las matas de carpaza que en las primaveras se cuajan de multitud de flores amarillas, muy delicadas y hermosas. Topamos allí con un camino que corta verticalmente nuestra trocha y decidimos seguirlo. Viene a ser un oportuno atajo, pues enfila directamente hacia el pueblo, al que accedemos por la zona de las eras. En esos terrenos hallamos un amplio estanque, proyectado como reserva acuática para regar las huertas inmediatas. Un poco más abajo queda otra laguna, más rústica, en este caso aprovechada como abrevadero. Proliferan dentro de ella multitud de peces, rojos carpines bien adaptados a estas realidades ambientales. A su vez, aprovechando la sombra de una solitaria acacia, han instalado un pequeño merendero, contiguo a una pista de balonmano y a un modesto parque infantil.

Ya dentro del casco urbano, apreciamos que se conserva en gran medida la arquitectura tradicional; rehabilitada con esmero en ciertos casos. Prácticamente todas las casas están construidas con mampostería y poseen techumbres de pizarra. Sus fachadas, por lo común, cuentan con largos balcones dotados de artísticos antepechos. También hallamos galerías encristaladas. Un tanto peculiares son los edificios de la parte alta. Fueron diseñados como pajares, todos idénticos, ordenados en bloques paralelos. Quizás no sean demasiado antiguos, pero su disposición escalonada genera pintorescas estampas.

La iglesia, dedicada a San Lorenzo, pasa casi desapercibida a pesar de ubicarse en un céntrico rincón. En verdad que es un monumento modesto, formado por cabecera cuadrada, nave más baja y una espadaña de tres vanos sobre el muro de poniente. Una divulgada tradición señala que este templo es relativamente moderno, pues lo crearon para sustituir otro emplazado a las afueras. El primitivo, del cual no quedan huellas, se alzó sobre los solares destinados ahora a cementerio. Tal alejamiento fue el que propició su abandono.

Buscando otros atractivos, digno de reseña es el vetusto y recio árbol conocido como Cerezal de los Rapaces. Se halla en una ladera contigua a las casas por el oeste. Según ya anuncia su nombre, es un esbelto cerezo de grueso tronco y ramas poderosas. Una de ellas se ha roto recientemente. Pero su mayor peculiaridad es que perteneció a un cura que rigió la parroquia local hace ya bastantes décadas. Tal sacerdote dejó ordenado en su testamento que a su muerte este frutal pasase a ser propiedad de los chavales del pueblo, los cuales podían comer libremente su fruta. Afirman que para coger las cerezas, los muchachos se veían obligados a cortar las ramas, pues no las alcanzaban de otra forma. Esa poda tan heterodoxa no debió de sentar mal a la planta, pues a ello achacan su pujante vitalidad.

Un poco más abajo, en la misma pendiente, se halla la Peña Llaguirona. Es un grueso cuchillón esquistoso que emerge del talud inmediato. En su rugosa superficie se distinguen cuatro hoyuelos. Una leyenda afirma que son las pisadas del caballo de Santiago, testimonio de una de las galopadas que el impetuoso apóstol realizó por estas tierras.

Atendiendo ahora a la evocación histórica, manifiestan que la propia localidad no debe de ser excesivamente antigua, pues aseguran que se formó alrededor de una herrería preexistente. Cierto es que alguna fundición de hierro sí debió de existir, pues en el pago denominado el Escouradal se localizan vestigios evidentes, las escorias que sirven para nombrarlo. No obstante, los documentos testifican la presencia de la población al menos desde el siglo XII. Concretamente, en el año 1145 el monarca Alfonso VII entregó esta aldea, junto con Folgoso y Cional, al monasterio de Moreruela. Bajo el dominio de tan poderosa abadía estuvo hasta el 1436. En esa fecha los cistercienses la enajenaron, como parte de un gran lote, adquiriéndola los condes de Benavente, los cuales impusieron su autoridad hasta la extinción de los privilegios señoriales del siglo XIX. Con el trazado del ferrocarril entre Zamora y Orense, se estableció una estación a kilómetro y medio hacia el sureste. En un principio la rotularon como de Pedroso, pero al estar situada al otro lado de la cañada real de las Merinas, en término de Linarejos, los habitantes de este pueblo consiguieron imponer la actual denominación de Linarejos-Pedroso. Contó con cierta importancia como punto de cruce de trenes, trascendencia ahora perdida debido a la automatización de funciones y servicios.