Cuesta entender, a ojos del ciudadano, que los monumentos de piedra testigos de nuestro pasado han llegado hasta nuestros días transformados -mucho, en algunos casos- tras adaptarse a las distintas necesidades, circunstancias y modas a lo largo de los siglos. Que la iglesia de Santiago del Burgo presente ahora una imagen impoluta, como si la piedra acabara de ser extraída de la cantera, responde a uno de los constantes procesos históricos: construcción, deterioro, restauración. Si existe algún elemento de Zamora que representa a la perfección la continua transformación ese es el Puente de Piedra, que en las últimas semanas ha sido el foco de una ya eterna discusión: ¿recuperar o no su imagen original? En cambio, no ha surgido una cuestión aún más trascendental: ¿Cuál era su impronta primigenia?

La abundante documentación conservada acerca del viaducto y trabajos exhaustivos como el llevado a cabo en los años noventa por un grupo de expertos capitaneados por Francisco Javier Rodríguez Méndez nos acercan al pasado de una infraestructura de carácter defensivo que tenía como primera misión la comunicación y la protección de la urbe del ataque enemigo. El conocimiento del Puente se ha visto frustrado, entre otras razones, por la circulación de algunos falsos mitos.

El primero de ellos, que el viaducto fue el único construido en época románica, con un precedente de época romana cuyos últimos despojos permanecerían varados en la margen izquierda, frente a las aceñas de Olivares. Nada más lejos. El Puente de Piedra actual, construido en el siglo XII, vino a sustituir el anterior, erigido un siglo antes, que se quebró, quizá fruto de una mala construcción, como ha señalado en alguna ocasión el profesor Miguel Ángel Mateos. Ambos llegaron a coexistir durante años. El Museo Catedralicio guarda el testimonio gráfico de aquello: una medalla de cera que muestra un viaducto de grandes y esbeltas arcadas y una sorpresa, una noria que abastecía de agua a la ciudad.

Solo los fuertes resisten al tiempo. Y eso ocurrió con el Puente de Piedra, retratado con maestría por el dibujante Anton van der Wyngaerde en 1570. La perspectiva, desde la margen izquierda y con la ciudad en segundo término, nos permite descubrir un viaducto distinto al actual: es una verdadera fortaleza defensiva. "El principal objetivo de las torres era el control defensivo. Más tarde tuvieron una misión fiscal. Los alimentos que venían en carros eran inspeccionados y los propietarios tenían que pagar impuestos por ellos", explica Rodríguez Méndez.

Para quienes demandan la reconstrucción de dichas torres bajo el argumento del regreso a la impronta original del monumento, ni siquiera esto es tan sencillo. Aquellas torres fueron sustituidas por las que llegaron a principios del siglo XX. "Fueron modificadas, no por capricho, sino por necesidad", detalla el arquitecto.

Pero hay algo más, un aspecto del que apenas se habla. Son las más de trescientas almenas que remataban el pretil del viaducto (el muro que lo delimita por ambos lados) y que refuerzan ese carácter defensivo, como una prolongación más del recinto amurallado de Zamora. Estos elementos servían para proteger la urbe de un posible ataque desde el agua, por cualquiera de sus flancos. Pero además reproducían el efecto de los estilizados pináculos en las catedrales góticas del medievo: su peso hacia abajo ayudaba a dotar de mayor estabilidad el conjunto de su estructura.

La guerra se alió con las modificaciones del viaducto. Tal y como relata Francisco Javier Rodríguez Méndez, "el arco número seis fue volado durante la Guerra de la Independencia". Un general inglés se encargó de destruir el paso en la primera mitad del siglo XIX para evitar que los franceses accedieran hacia el sur, Salamanca. Entretanto, fue habilitado un paso provisional de madera "sobre los mismos escombros" de la estructura.