Uno de los retazos más fértiles de la provincia de Zamora, acaso el más fecundo entre todos ellos, es el ocupado por el término de Villanueva de Azoague. Comprende una lisa planicie, una fracción de la vega limitada por los ríos Esla y Órbigo, que aquí se unen. La tierra resulta profunda y suelta, generosamente irrigada por los propios cursos fluviales y una densa red de caños, canales y regueros. Frondosas plantaciones de chopos y los sotos ribereños naturales se intercalan entre las fincas cultivadas para generar un entorno paisajístico dulce y manso, en el que impera una intensa feracidad, una gratísima exuberancia.

No obstante, aunque las bondades son evidentes, se padecen también riesgos y trastornos. La vega entera puede quedar anegada por tremendos desbordamientos, inundando incluso al propio pueblo, ubicado a muy escasa altura respecto a los cauces. Por fortuna, la construcción de pantanos en las cabeceras de las cuencas, sistemáticos drenajes de los lechos acuáticos y la creación de ciertos malecones han conseguido aminora la acción arrolladora de las aguas. Así las grandes riadas del pasado, con aquella magnitud, es posible que ya no se repitan.

A lo largo de la historia se sucedieron crecidas devastadoras en las que fue preciso desalojar la localidad, provocando numerosas pérdidas y derrumbes de edificios. Tal fue el desánimo de los vecinos frente a tan dañinos aluviones que dejaron yermo el lugar entre 1507 y 1601. De sus edificios sólo permaneció en pie la iglesia. Cuando volvió a repoblarse, las gentes construyeron sus nuevas viviendas más al norte del emplazamiento originario. Evocando la historia de la localidad primera, debió de fundarse tras la Reconquista. Pero bastantes siglos antes ya hubo asentamientos humanos en la zona, entre ellos una villa romana situada en el pago de Los Villares. De ella se han rescatado, además de tégulas, cerámicas domésticas de tipo sigillata, probablemente de fabricación local, con ciertas piezas decoradas con relieves bíblicos.

Otro carácter positivo del municipio es la cercanía con Benavente. La vieja fábrica de la Azucarera se sitúa dentro de las lindes locales. Sus instalaciones, desmanteladas en nuestros días en su función de núcleo productivo, se han adaptado y desarrollan una pujante actividad como Centro de Envasado. A su vez, existen diversas naves y granjas. Esas circunstancias tienen su reflejo en el mantenimiento de la población e incluso en un discreto crecimiento.

Centrándonos en el propio pueblo de Villanueva, su casco urbano está formado por tres distritos sucesivos, alineados a lo largo de la carretera principal de acceso. El primero es el barrio de La Cierna, situado a orillas de la citada Azucarera. Lo presiden los dos grandes silos que forman la parte esencial de la actual industria. Anejos perduran los bloques de viviendas construidos por la propia empresa para albergar antaño a sus obreros. En nuestros días están desocupados, tapiados sus vanos inferiores para evitar accesos y ocupaciones. Más hacia el sur se halla el barrio de Don Santiago y a continuación el núcleo antiguo local.

La iglesia se emplaza en el extremo suroeste, lindante ya con los campos sembrados. Es un edificio de singular importancia, ya que posee la categoría de Monumento histórico-artístico. En sus formas externas, sobre un zócalo de piedra presenta muros realizados con cajones de tapial enjalbegado entre franjas de ladrillo visto. Se forma así un templo con un presbiterio cuadrado y nave única, adosándose la casa rectoral a la cabecera. Al otro lado, casi exenta, la espadaña resulta recia y poderosa, creada toda ella con mampostería pétrea provista de sillares en las zonas más nobles. Está aligerada con tres amplios ventanales para las campanas, pero su distintivo más peculiar son las largas series de bolas que ornamentan las impostas y los laterales del remate. El acceso al interior se realiza por el costado del mediodía. Allí la entrada queda a la sombra de un portal acogedor, justo al lado de una estancia de pintorescos tejadillos. Ya dentro, la nave posee un extenso y complejo artesonado de par y nudillo a cuatro aguas, de estilo mudéjar. Su decoración se concentra en el almizate, con una compleja malla de dibujos geométricos dispuestos en torno a tres piñas colgantes. También llama la atención la barandilla del coro, que en su centro adopta las formas de una alta celosía o reja leñosa torneada, en la que colocaron las tres efigies de un calvario. Toda esta parte está fechada en el siglo XVI, mostrando la madera en su color natural, en contraste así con la pintura blanca y ocre de todos los muros. Un arco triunfal de medio punto permite el acceso a la capilla mayor en la que destaca el modesto retablo principal, barroco, con la figura de la Virgen en su única hornacina. Más valioso es el sagrario renacentista, con Cristo resucitado en su portezuela y dos vigorosas imágenes a los lados, quizás San Pedro y San Pablo. Otras tallas aparecen repartidas por los muros laterales, resultando singularmente hermosas las que representan a la Inmaculada y a Santa María con su hijo en brazos.

Tras recorrer las diversas calles, apreciamos que, en su casi totalidad, las viviendas son de nueva construcción o muy modernizadas, denotando un positivo progreso y un evidente bienestar. La actual sede del ayuntamiento se sitúa en el costado oriental de la Plaza Mayor. Ocupa un edificio de reciente construcción y agradable diseño. Ante él, una pujante conífera, una especie de abeto, oculta gran parte de la fachada. Consta ésta con un soportal en la planta baja y un amplio balcón en el piso superior, asomando desde lo más alto el reloj público. Bien cerca, constreñida entre otros inmuebles, aún perdura la antigua casa consistorial, caracterizada por la discreta espadañuela que emerge sobre su tejado.

Desde la zona ajardinada contigua iniciamos el recorrido por el término tomando el camino llamado de la Huerta. Superamos primeramente un pequeño talud, para dejar al lado un modesto campo de fútbol. Estamos ya dentro de las zonas agrarias, destinadas al cultivo de remolacha o de maíz. Al lanzar las miradas hacia cualquier punto topamos siempre con una barrera forestal. Unas veces son los sotos que prosperan a orillas del cercano Esla, otras choperas de rígida alineación y también plantaciones de árboles frutales, nogales o cerezos principalmente. Enseguida cruzamos el caño de la Huerga, regato importante, de trazado sinuoso, que drena amplias extensiones. Su lecho, bastante ancho, se camufla entre hirsutos cañaverales. Un poco más allá, en un primer empalme, elegimos el ramal de la derecha.

Avanzamos a orillas de un canal de cemento y aunque momentáneamente no divisamos las aguas que discurren sentimos su grato chapoteo. A su fin se forma una pintoresca cascadilla artificial que es engullida por un sifón. Sobre el inmediato arcén están hincados hitos sucesivos, los cuales testifican la inclusión de estas trochas en los itinerarios actuales de la Ruta de la Plata. Los seguimos, pero en sentido inverso, para alcanzar otra bifurcación y en ella continuar de frente. Nos introducimos a continuación entre los bosques ribereños. A través de la densa masa de troncos y maleza atisbamos parcialmente ciertas pozas anejas al curso fluvial, escondiéndose éste tras la tupida vegetación. La caminata resulta muy amena, vivificados por la frescura y sombras generadas por la arboleda. Al fin vamos a dar al alto terraplén que formó parte del desmantelado ferrocarril de Plasencia a Astorga. Existe un paso inferior para cruzarlo, pero nosotros subimos a su cima. Se tiende allí mismo el gran puente por el que los trenes salvaban el lecho del río Esla. Es un magnífico viaducto de hierro, reutilizado precariamente ahora como pasadizo de la ruta jacobea. En sus orígenes fue alzado en el año 1896, pero esa estructura inicial no fue la definitiva. Debido a su escasa resistencia, entre 1930 y 1932 fue sustituida por las formas que ahora divisamos. A su través, con cierta precaución, pasamos a la margen izquierda fluvial. Gozamos así de la visión del cauce acuático, dividido por aquí en tres brazos principales, ceñidos por densos arbolados, con ramas que se cuelan entre las celosías de la propia pasarela. Posee ésta un considerable desarrollo, con unos 255 metros de longitud, generada con sólidas crucetas de hierro que se repiten para crear una obra de acusada belleza. Apena el estado de abandono en el que se halla, con las chapas de la plataforma arrebatadas algunas y desclavadas la mayoría. La oxidación, por la falta de pintura, y los ingratos grafitis inciden sobremanera en la sensación de decrepitud.

De vuelta en la orilla derecha, reanudamos la caminata por la antigua caja de la vía, desprovista de raíles en nuestros tiempos, pero con el balasto suelto para martirio de los pies. Existe una precaria senda, pero las zarzas y escaramujos que crecen a sus orillas acechan con sus lecerantes pinchos. Desde allá arriba se tienen unas vistas algo más dominantes y generales de la vega, pues avanzamos casi a la altura de las copas de los árboles. Los puentes se suceden, de hierro también, pero mucho menores que el grande del río. Por uno de ellos volvemos a atravesar el ya conocido caño de la Huerga. Tras dejar atrás el tercero de esos puentes, la trocha desciende para abrirse a una cómoda pista. Seguimos la ruta por ella, al cálido resguardo del talud de la vía. Al lado prosperan un par acacias un tanto singulares, de hojas compuestas con foliolos diminutos. Poseen troncos gruesos y decrépitos y muchas ramas secas. Como contraste, junto a ellas han nacido rebrotes pujantes y vigorosos.

Tras largo trecho alcanzamos lo que debió de ser un paso a nivel sin barreras. Desde arriba se divisa gran parte del pueblo, con la iglesia en primer plano, presidida por la flecha aguda de su campanario. Por el otro lado, hacia el poniente, se extienden espacios yermos y baldíos, muy amplios, llenos de maleza, los cuales fueron antaño balsas de decantación de residuos de la fábrica. Quedan encuadrados por las arboledas que jalonan el curso del Órbigo que a su fin discurre. Aunque podemos regresar cómodamente al punto de partida, optamos por seguir de frente algo más de un kilómetro. Llegamos así hasta las cercanías de las instalaciones actuales de la citada Azucarera. A su lado viramos por la pista más próxima, paralela a la últimamente recorrida. En ese retorno dejamos atrás una parcela en cuyo interior llama la atención un chozo, pozo tal vez, cerrado con una pintoresca cúpula de ladrillo.