A lo largo de la Historia, Cibanal fue una de las tres aldeas dependientes de la notable villa de Fermoselle. Ya figura así en el año 1205, momento en el que el rey Alfonso IX donó al prelado de Zamora, don Martín Arias, la citada localidad fermosellana y su tierra. En esa condición de feudo episcopal soportó todas las vicisitudes que afectaron a la cabecera de la jurisdicción, entre ellas los ataques de las milicias del concejo zamorano en tiempos de Alfonso X. Con la victoria de Carlos I tras la revuelta de los Comuneros y la condena del obispo Acuña este territorio retornó a la corona, para ser cedido más tarde como señorío a los Castillo Portocarrero. En el siglo XVIII era una de las posesiones del marqués de La Liseda. Avanzando a los tiempos modernos, el pueblo contó con ayuntamiento propio, para pasar a integrarse como anejo en el de Villar del Buey en el año 1970.

Al recorrer con detalle el lugar veremos un núcleo pujante, bien cuidado, formado por viviendas perfectamente acondicionadas que denotan un plácido bienestar. Muchas de ellas son de nueva hechura. Según se llega desde Zamora por la carretera encontramos una vieja y abandonada venta y después el popular restaurante Las tres chimeneas, ambos en la raya con Formariz. Tras desviarnos ya hacia el propio núcleo urbano topamos con el importante camping, denominado de Los Arribes. El acceso a sus instalaciones se realiza por una singular y ciclópea portada construida con enormes piedras de granito. Bien a la vista llaman la atención un par de grandes fincas repletas de numerosas placas solares.

Ya dentro de las casas hallamos un amplio espacio, mantenido con esmero, que contiene un parque biosaludable, además de diversas pistas y campos deportivos. Al lado quedan unos cortos muros que la tradición evoca que pertenecieron a un antiguo humilladero, siendo reutilizados más tarde para usos profanos. Nos señalan que sobre esos mismos solares se emplazó un antiguo tejar y perdura el recuerdo de que al menos existió otro, denominado del Gallego. Tal evocación sirve de testimonio de que antaño una de las actividades en las que se basó la economía local fue la fabricación de tejas y ladrillos. También trabajaron alfareros que producían diversos cacharros, como cántaros y tinajas. Explotaban el manchón arcilloso presente en el término, excepcional en esta comarca sayaguesa.

Casi contigua, la Plaza Mayor está presidida por un recio frontón de piedra alisado con cemento. A un costado se ubica el edificio que fue casa consistorial, donde ahora se halla el centro médico y una delegación del Consejo Regulador de la Denominación de Origen de los Arribes. Y es que esta zona fue gran productora de vinos, conservándose en nuestros días diversas viñas. Aún permanecen dos grandes bodegas subterráneas, bastante profundas. Una de ellas, la denominada del Tío Robles, se emplaza en la calle Ancha y cuenta con una larga escalera de acceso además de recios arcos de ladrillo para sujetar su bóveda. No muy lejos, en el dintel de una portalada aparece esculpida la inscripción de "Antonio Moralejo, año 1892".

En la misma Plaza Mayor se sitúa el inmueble que fue de las escuelas, reaprovechado ahora para usos comunitarios. Ante su fachada se está colocando en nuestros días un pórtico abierto, creado con recios pilares berroqueños. Perdura otra sede docente más vetusta, con la casa del maestro adosada. Se emplaza junto a la cabecera de la iglesia y destaca por el acogedor y típico soportal que sombrea todo su frente.

Atendiendo al inmediato templo, vemos un monumento sencillo pero sólido y funcional. Al analizar sus caracteres, apreciamos que sus orígenes hubieron de ser medievales. Como testimonio resiste un retazo de muro bastante antiguo. En la pared del naciente se dibujaron diversas cruces, levemente marcadas sobre los sillares. También reconocemos ciertos signos que pueden ser marcas de cantero. El campanario es una noble espadaña de tres vanos, ornamentada con graciosas espirales. Por una inscripción aún legible sabemos que fue alzada en el año 1798. El interior, limpio y cuidado con esmero, posee tres arcos de piedra, de los cuales los fajones de la nave son apuntados, quizás del siglo XIV, aunque parece que fueron retallados con posterioridad. Interesante y singular es una especie de lucillo formado por un arco escarzano, decorado en todo su contorno con gruesas bolas. Centrando las miradas sobre el presbiterio, comprobamos que no existe retablo en el altar mayor. Lo hubo antaño y se le recuerda como muy hermoso, pero fue enajenado hace ya varias décadas. Por fortuna se conservan los retablos laterales, gemelos entre sí. Son piezas barrocas, caracterizadas por sus columnas salomónicas con pámpanos y racimos. Perdieron su policromía primitiva al haber sufrido groseros repintes. El situado en el lado del evangelio entroniza una hermosa imagen de la Virgen de pie, con su divino hijo en brazos. Por sus formas nos parece talla del siglo XVII. Colgado del muro se muestra una pequeña y estimable escultura de Cristo en la cruz. Finalmente, la pila bautismal es un gran cuenco de granito, animado con estrías en su exterior.

Desde las cercanías de la iglesia salimos al campo libre por el camino que lleva hasta el cementerio. Ante sus puertas existe una bifurcación en la que optamos por el ramal que parte hacia el oriente. Descendemos así a un grato vallejo, ocupado por huertos, prados y arboledas. Nuestra ruta enseguida tuerce hacia el mediodía, sombreada por fresnos, robles y pujantes rebrotes de negrillos. Todo el entorno resulta húmedo y fértil, fecundado por un par de arroyos que aquí se unen. Tras haber recorrido unos trescientos metros llegamos a la fuente de la Gadaña, uno de los veneros más importantes del pueblo. Brota de un suave ribazo, arrojando un chorro copioso. Sus caudales se acumulan en tres pilones conectados entre sí, de los cuales el central es el de mayor capacidad. En su frente se lee que la obra fue remodelada en el año 1920, siendo alcalde José Cortés. Debió de ser entonces cuando colocaron una especie de pináculo que lleva tallada una roseta. Al lado asoman gruesos lastrones, los cuales hubieron de proteger el pozo en tiempos anteriores. A mayores, para evitar encharcamientos y embarrados, cuenta con un amplio enlosado todo alrededor.

Tras pasar por debajo de un tendido eléctrico de alta tensión, uno de los tres que cruzan el término, llegamos a una cola extrema del embalse. Esta ensenada forma parte del gran pantano de Almendra, terminado de construir en el año 1970 y creado sobre el curso del río Tormes. Su gigantesca presa, una de las obras de ingeniería más impresionantes de nuestras tierras, con 202 metros de altitud, pertenece en una de sus mitades al propio pueblo de Cibanal. En nuestra caminata la contemplaremos de lejos, pero sólo en su cara sumergida.

Son pocas las veces en las que los depósitos acuáticos retenidos alcanzan los niveles máximos, por lo que resulta relativamente cómodo y fácil caminar por esa franja desnuda que dejan las aguas al retirarse. Por ella vamos a seguir un gran trecho hacia el oeste. Atravesamos primeramente la vaguada inmediata, para sorprendernos en ella, si está en seco, con los vestigios de las paredes de las antiguas cortinas. De ellas quedan enhiestos los agudos fincones, habiéndose derrumbado el ripio intermedio. Se forman así encuadres impactantes, cual si fueran retazos de otro planeta. Admirable resulta también un viejo chopo, muy grueso, con parte de sus raíces al aire debido a la erosión producida por las olas.

Tras contornear una segunda vaguada, en la que volvemos a encontrar numerosos restos de paredes, nos asomamos a un promontorio con formas de cabo penetrante. Sirve de magnífico mirador desde el que se otea el embalse en un gran trecho. Comprobamos su enorme extensión, no en vano se le ha definido como un mar interno. Tras reanudar la marcha, en otro paraje prominente se alza un vetusto palomar ahora desprovisto de tejados. En tiempos de llenado máximo las aguas se aproximan hasta su propia puerta, pero sin inundarla. De planta cuadrada, está creado con mampostería enfoscada y aligera su figura con graciosos pináculos en las esquinas. En conjunto, con él se crean estampas paisajísticas sumamente hermosas.

Por detrás, cerca, pero un tanto disimulada, descubrimos una rústica caseta pastoril. Es redonda y está construida con piedras irregulares, apoyándose a su vez en una roca natural inmediata. Como techumbre posee una falsa bóveda recubierta de tierra. Sus únicos vanos son su puerta adintelada y un angosto ventanillo. Dentro se guarecían los pastores y los propios labradores cuando acudían a trabajar en las parcelas inmediatas tan alejadas del propio pueblo. A la vista quedaba el gran hondón, ahora anegado, por cuyo fondo pasaba el Tormes.

Prolongamos nuestro avance hacia el oeste, contorneando diversas calas separadas por puntas escarpadas. Por todas las orillas asoman vetustas encinas de gruesos troncos y copas enormes. Entre ellas, como sotobosque, abundan matas de piornos armados de aceradas púas. Llegamos al fin a un promontorio extremo. Desde él divisamos ya próximas, sin llegar a ellas, dos presas secundarias, llamativamente menores comparadas con el gran dique antes señalado, las cuales completan el cierre del cazo del embalse por la margen derecha fluvial. Tras esa contemplación buscamos un camino que desde aquí arranca con dirección al pueblo y lo seguimos. Atravesamos una zona despejada, dividida en parcelas con buenos suelos que aún se cultivan. Dejamos a mano izquierda otro palomar, similar al anteriormente contemplado, para llegar poco después a una compleja encrucijada. Tanto si continuamos de frente como por el ramal de la derecha, al fin llegaríamos al mismo punto. Dada tal disyuntiva, elegimos la segunda opción, para pasar cerca de dos modernas tenadas. Avanzamos a la sombra de hileras de árboles hasta alcanzar la zona húmeda recorrida por el regato del Sextil. Su cauce fue ensanchado por aquí para crear los lavaderos públicos, abandonados ahora pero aún reconocibles. También resiste un puente tradicional formado con grandes lanchones y algo más abajo una vieja fontana muy alterada al cerrarla con cemento. Sólo nos falta superar una corta pero pendiente cuesta para retornar a las cercanías de la iglesia.