Una densa y frondosa sucesión de sotos arbóreos ocupan las orillas del río Duero a su paso por el término de Villaralbo. Aprovechando su existencia, tras acceder a sus espacios, sentimos el espejismo de introducirnos en un territorio virgen e inexplorado, un bosque intrincado ajeno a la codicia humana, en el que la naturaleza simula mantener todo su vigor y lozanía.

Para acudir hasta allá partimos desde el centro del pueblo a través de la calle del Río, que es la que enfila directamente hacia el curso fluvial. Sin salir de la localidad pasamos por delante de un prestigioso establecimiento hostelero y, ya en las afueras, al lado de las naves de una fábrica de componentes eléctricos que antaño fue una fundición de estaño. A mayores avanzamos por una especie de bulevar dotado de esbeltos árboles y de un cuidado parque infantil. El contacto con el propio río lo hacemos en el punto en el que su discurrir natural aparece obstruido por la presa de una central hidroeléctrica. Es ésta una barrera de hormigón muy larga, creada sobre los cimientos de una azuda anterior, la cual desviaba las aguas hacia las viejas y desaparecidas aceñas que fueron del Conde de Castronuevo.

El cauce, como una lámina acuática

Optamos allí por seguir en sentido opuesto al de las corrientes. Debido al efecto retentivo del citado dique, el cauce muéstrase como una lámina acuática muy amplia, cual si fuera un lago diáfano y apacible. En un trecho es posible contemplar el contorno en toda su grandeza, ya que la orilla sobre la que estamos, la izquierda, queda momentáneamente despejada. Tras avanzar unos pocos pasos bordeamos una nave o tenada perteneciente al Club Fluvial de Villaralbo. Un oportuno letrero así lo señala. Sucesivamente accedemos a diversos empalmes y en todos continuamos por el ramal que más se aproxima a las márgenes del río. Llegamos pronto al enclave de adecuación recreativa conocido como La Cuba. Viene a ser un grato merendero, dotado de asientos y mesas. Posee a su vez un cartelón, con el mapa de la zona en el que se detallan las principales peculiaridades, además de los senderos respectivos.

Estamos en el sector en el que el río marca una pronunciada curva, parte de uno de los múltiples meandros formados espontáneamente en estas tierras despejadas y con escaso desnivel. Abandonamos un más ancho camino para acceder a una trocha angosta y sinuosa, denominada sucesivamente de los Quiñones, de los Pescadores y de la Espadaña. Esos nombres aparecen marcados en hitos sucesivos, bien útiles. Es ahora cuando nos introducimos en el denominado Plantío Viejo, un gran bosque de álamos, chopos, fresnos, alisos, espinos, zarzas, que si antaño fue explotado y manipulado al servicio de los vecinos, ahora, en apariencia, se muestra cual si fuera una masa forestal libre y espontánea. Diversos y adecuados rótulos nos van aclarando rasgos y detalles, además de los caracteres científicos de las principales especies botánicas. Hallamos árboles destacables. Unos lo son por su altura, otros por el grosor de sus troncos y unos pocos por su escasez. Pero de todos ellos realzamos un viejo chopo que de un enorme y único tocón emergen una decena de tallos poderosos. Son exiguos los componentes del paisaje, básicamente agua y vegetación; pero, la sombra, el aire puro y el frescor que ahí dominan alivian cualquier fatiga corporal y serenan el alma.

El fomento de la pesca

En un tramo de la ribera han instalado unas estructuras ideadas para la práctica de la pesca. Son unas diez y aparecen convenientemente separadas entre sí, disimuladas entre los cañaverales. Están formadas por tableros sujetos en postes clavados en el cauce, sobre los cuales los amantes de ese noble deporte de caña y paciencia pueden instalarse con holgura.

Un poco más adelante arribamos al sitio donde se unen dos brazos activos del río. Encierran el pago denominado El Islote, pues eso es, un terreno rodeado de agua por todas partes. Se aprecian también diversos caños abandonados, lechos fluviales que las corrientes han abandonado en su natural labor divagante, a medias erosiva y sedimentaria, típica de estas zonas de vega planas y con leve inclinación. Esos antiguos regueros mantienen agua en ciertas partes, mostrándose como pozas oscuras rodeadas de carrizos y espadañas. Sobre uno de ellos existe un oportuno puente de madera que facilita el paso. Los espacios forestales por los que cruzamos a partir de aquí, los del Plantío Nuevo, son enormes choperas, cuyos pies están rigurosamente alineados. Esos sotos difieren mucho entre sí. Los más se presentan sanos y pujantes, pero otros contienen numerosos ejemplares tronzados, semisecos, atacados por plagas de insectos perforadores. Sólo en sus bordes crece la flora espontánea.

Superamos ya el lugar donde se inició la bifurcación de cauces, junto al confín en el que el curso traza otra revuelta. Más arriba sólo es un remanso, casi recto, tendido de este a oeste. Continuamos nosotros lo más cerca posible de las aguas. Por aquí los ribazos son arenosos, con ciertos taludes que semejan pequeñas dunas. Una gran parte estos espacios aparece colonizada por un vasto e intrincado tarayal, acaso el más extenso de la provincia. Esa espesura está formada por un bosquete de taráis o tamarices, arbustos singulares, de entre dos y tres metros de talla, que tienden a prosperar en terrenos salitrosos pero siempre cerca del agua. Por sus formas parecen coníferas de hojillas diminutas, no obstante son plantas de hoja caduca y en primavera se llenan de racimos florales entre blancos y rosados.

Ya casi en el extremo de la zona de choperas, distinguimos una banda desnuda, rectilínea, que por las diversas señales con las que cuenta se debe al paso soterrado del gasoducto de Salamanca-Zamora. Aprovechamos su existencia para iniciar el retorno. Las roderas por allí marcadas empalman con el llamado camino del Monte y lo seguimos. Esa pista atraviesa un área bien irrigada y fértil de tierras de cultivo. A su vez, con su trazado actúa de enlace entre los dos extremos del amplio meandro fluvial por cuyas márgenes hemos paseado. A su fin vamos a dar a las cercanías del ya conocido merendero de La Cuba, para retornar desde allí al propio pueblo por las pistas paralelas a las holladas anteriormente.

Una localidad pujante

Toca ahora visitar el casco urbano local. Conoceremos una localidad pujante y expansiva, una de las más importantes de la provincia. La base de su riqueza fue desde siempre la fecundidad de la vega, pero en el siglo XX se le agregó un cierto desarrollo industrial, potenciado en nuestros días por la instalación de una importante fábrica de piensos. Además, debido a su proximidad respecto a la ciudad de Zamora, han surgido múltiples urbanizaciones que duplicaron con creces los espacios residenciales. Al recorrer las diversas calles descubrimos numerosos edificios antiguos, algunos de notable calidad. En la plaza de la Laguna hallamos una amplia fachada construida con excelente sillería de granito, traída de canteras bien lejanas, posiblemente de Sayago. Está datada en 1891. Entre las numerosas casas populares, descuella una con una especie de arco o zaguán ante la entrada y dintel decorado en el que leemos el año de 1858. A su vez, junto a la cabecera de la iglesia existe otra magnífica vivienda, de 1919, que combina la dorada piedra arenisca de la comarca con ladrillos de suave tonalidad. En su chaflán, en la zona alta, exhibe un mural de azulejos con motivos ornamentales brillantes y coloristas. Otro inmueble, en la céntrica calle de Fernando Gutiérrez, posee unas espléndidas pilastras estriadas, dotadas de primorosos capiteles. Finalmente, a la salida hacia Zamora, la sede de una antigua fábrica de tejidos, creada en 1920 y presidida por una singular torre con reloj, mantiene insólita prestancia. Se ha reaprovechado como parte de una modélica residencia de ancianos.

El Ayuntamiento ostenta a un lado de su puerta una placa dedicada a don Amílcar Ferrón. Sirve de recuerdo y agradecimiento hacia ese emprendedor, inventor del horno que lleva su nombre, que instaló en este municipio la fábrica de Electrometalurgia del Águeda. Había nacido en Francia, pero desempeñó el cargo de cónsul de su país en Salamanca. Fundó la factoría en el año 1945, dedicada a la obtención de estaño, la cual tuvo una floreciente actividad a lo largo de medio siglo, proporcionando trabajo a numerosos vecinos. Además, como mecenas patrocinó diversas obras, destacando entre ellas la oportuna restauración de la iglesia.

Como en prácticamente todos los lugares, ese templo parroquial es el monumento más notable. Se halla en el centro del pueblo, junto a los espacios que actúan de Plaza Mayor, vía denominada ahora del Poeta Waldo Santos. Desde sus proximidades, pero mucho más desde lejos, impacta por sus dimensiones. Descuella por su enorme envergadura, pues asoma por encima de todos los tejados. Sus altos muros, consolidados con recios contrafuertes, generan una gran nave rematada por cabecera poligonal y una noble espadaña ornada con volutas, a la que se agregan dos torrecillas cuadradas techadas con cúpulas. Si el exterior resulta austero en demasía, hay que acceder a su fastuoso interior para disfrutar de la belleza general del conjunto y de la excelsa hermosura de valiosas obras de arte. A primer golpe de vista impacta el retablo mayor. Muestra formatos churriguerescos muy suntuosos, con grandes columnas salomónicas entre las que casi se pierden cuatro escenas pintadas hacia 1710 por Antonio Villamor y unas pocas imágenes. De éstas últimas destacan la de la Asunción que ocupa el nicho central, cincelada por Antonio Tomé y la de San Agustín, colocada en el ático. Por debajo descuella el sagrario, de un más sereno estilo renacentista, obra de Juan de Montejo, con Cristo resucitado en su portezuela. También son barrocos los retablos laterales. En ellos vemos esculturas de distintas épocas, entre las que admiran por su encanto una Virgen con el niño en brazos, una doliente Piedad y un precioso Crucificado aún vivo.

Evocando la historia local, afirman que esta población aparece incluida en la donación de la reina doña Urraca del año 1116 a la Orden de San Juan de Jerusalén. Sin embargo es posible que sea otra del mismo nombre, ahora yerma, que hubo de ubicarse en el valle del Guareña, pues las demás aldeas que se entregan están todas en esa comarca.