Gran importancia estratégica poseyó en los siglos medievales el Castillo de Alba. El propio baluarte junto a la aldea nacida a su sombra fueron la cabecera de un alfoz primitivo, después transformado en condado. Posteriormente la villa de Carbajales usurpó esa capitalidad.

Recordando su historia, el cerro sobre el que se construyó tan adusta fortaleza antes sirvió de asiento a un castro prerromano, con probabilidad habitado por astures. Ese poblado inicial fue romanizado más tarde. Como testimonio de esa ocupación previa podemos contemplar diversas estelas sepulcrales reutilizadas como material de obra en edificios aún existentes.

Avanzando hasta la Edad Media, el primer documento en el que se menciona por escrito esta localidad es un diploma del monasterio de Sahagún fechado en el año 960. Refrenda una donación realizada por el monarca Sancho I el Craso y en ella aparece señalado un Alba Castello que se cree que ha de corresponder con el poblado actual. Ya en el siglo XIII, fue Fernando II quien consolidó la fortificación, adquiriendo una destacada trascendencia bélica frente al recién independizado reino de Portugal. Su hijo y sucesor, Alfonso IX, en 1191, incluyó el castillo como garantía de dote en su boda con Teresa, hija del soberano portugués. Anulado ese matrimonio, incorporó el bastión en sucesivas alianzas con Castilla. Al fin terminó entregándoselo a la Orden del Temple, primero en 1211 y definitivamente en el 1220. Esos frailes soldados lo mantuvieron en su poder hasta los momentos de la supresión de su comunidad. Por esas fechas, alrededor de 1310, el comendador fray Gómez Pérez buscó refugio y resistió entre estos muros algunos meses. La propiedad, tras depender brevemente de los sanjuanistas u hospitalarios, debió de volver a manos de la corona, para recaer en Sancho, uno de los bastardos de Alfonso IX y Leonor de Guzmán. De ese noble mudó a su hija, también llamada Leonor, esposa de Fernando de Antequera, el futuro monarca de Aragón.

En una de las múltiples luchas y banderías del siglo XV consiguió conquistarlo don Álvaro de Luna, entregándoselo a su sobrino del mismo nombre. Los descendientes de este último trocaron el lugar por el de Escamilla, pasando así a María de Guzmán, casada con Enrique Enríquez. En 1459 estos personajes consiguieron que el rey Enrique IV los nombrara condes de Alba de Aliste, título que mantuvieron sus herederos. Como último detalle, en el 1640, en las guerras de secesión de Portugal, el enclave fue ocupado por el ejército lusitano enemigo.

Todavía se conservan en nuestros días, desportilladas y semihundidas, las murallas y torres del ancestral alcázar. Emergen sobre la cima de un otero cónico, bastante escarpado, generando estampas paisajísticas muy hermosas, unas de las más atractivas de la provincia. A modo de fosos naturales, por el norte y el oeste la fortificación queda ceñida por el angosto valle del río Aliste y el propio cauce fluvial. Por el oriente lo hace la vaguada recorrida por el arroyo de Retael, consintiendo un único acceso relativamente fácil por el mediodía. Esas hondonadas permanecen anegadas por el embalse de Ricobayo en momentos de llenado máximo, pues su ingente masa acuática alcanza y penetra por estos rincones. Todo se halla construido con una tosca mampostería, para la que utilizaron bloques desiguales de esquistos y lajas pizarrosas. Deambular por el viejo patio de armas, reconocer los muñones de las perdidas estancias, palpar sus venerables escombros, provocan una intensa melancolía. Preciso es reclamar con toda exigencia la recuperación de tan notable monumento, uno de los más distinguidos de nuestras tierras. Como muy urgente requiere la consolidación de sus lienzos para evitar más derrumbes. Asimismo resultaría deseable el cerrar brechas y recuperar en lo posible parte de los aposentos.

Atendiendo al casco urbano local, lo vemos acomodado en un cuesto menor, al norte del propio castillo. Viene a ser un burgo minúsculo, en realidad con una sola calle bien grata y evocadora. Casi todas las viviendas aparecen restauradas con criterio adecuado, habiéndose construido algunas nuevas. En ciertas paredes aprovecharon sillares antiguos. Ya señalamos las estelas romanas, una ornamentada con la característica rueda solar y otra provista de una mutilada inscripción. Curioso es el bloque de granito que tiene horadada una saetera, traído casi seguro del castillo. A su vez, unos pocos establos o tenadas todavía conservan los tejados de losas.

Actuando de núcleo físico y espiritual, allá en el medio se alza la iglesia. Posee un modesto campanario sobre el hastial y como cabecera un rotundo presbiterio cuadrado, unidos entre sí por una nave de menor altura. Completan el conjunto la sacristía al norte y un generoso portal sujeto sobre tres recios pilares al lado opuesto. En el interior destaca el arco triunfal, de medio punto, quizás de orígenes románicos. Modesta es la dotación escultórica, pudiéndose reseñar las imágenes de ciertos santos, como San Sebastián y San Amaro.

Por la llamada calle del Arroyo salimos con facilidad al campo libre. Tal vía parte de la entrada del pueblo y apenas cuenta con inmuebles. Enlaza con una especie de paseo provisto de asientos y sombreado por árboles ornamentales que pronto son sustituidos por vetustas encinas. Avanzamos hacia el sur, gozando de inmejorables vistas sobre el castillo. Descendemos suavemente hacia la vaguada contigua, poblada en su zona baja de frondosos sauces, los cuales actúan como oportuno dosel al merendero situado a su amparo. De allí arranca la senda que permite el acceso hacia la propia fortaleza. Enseguida llegamos al ya señalado arroyo Retael, el cual se precipita originando cascadillas rumorosas. Beneficiados por la humedad, junto a él prosperan esbeltas hileras de árboles, fresnos y álamos sobre todo, los cuales se han apropiado de grandes los espacios. Ocupan las lindes de las pequeñas y fértiles huertas, e incluso invaden muchas de ellas, abandonadas y sin cultivar desde hace décadas.

Bien cerca, en las agrestes cuestas orientales, divisamos un enigmático boquete horadado en una peña. Es una galería minera, de unos pocos metros de profundidad, realizada para la extracción de alguna mena codiciada, tal vez grafito o barita. Todavía se aprecian intensos colores en la roca inmediata, filones residuales, rojizos los unos junto a otros azulados. Casi contiguo aflora un manantial ferruginoso, cuyos aportes han generado unos sedimentos de un color anaranjado muy intenso. Todo sirve de testimonio de la singularidad geológica del paraje, rico en minerales que, dada nuestra inexperiencia, no acertamos a identificar.

Tras haber caminado ya casi un kilómetro llegamos a una bifurcación en la que tomamos el ramal de la derecha. El camino que ahora seguimos es el que en los mapas viene rotulado como de Las Urrietas y nos va a servir de guía en largo trecho. Por él superamos un fuerte repecho para alcanzar una zona alta y despejada en cuyo centro existe una nave ganadera. Topamos con un nuevo cruce y ante él seguiremos después de frente. Previamente nos desviamos por la senda que se dirige hacia el norte, sabiendo que debemos retornar otra vez por ella. Alcanzamos así un enclave desde el que se disfrutan de unas panorámicas realmente admirables, casi aéreas, con el recinto fortificado, el pueblo entero y el curso del río, formando estampas de una intensa belleza.

Y es que desde ese lugar, o de otros varios a lo largo de la marcha, conocemos, como característica orográfica importante, los cerrados meandros que forma el lecho fluvial, tan pronunciados que apenas quedan istmos estrechos para completar anillos acuáticos. El más inmediato contornea una lengua térrea fértil, sembrada de cereales. De vuelta a la pista principal, ésta traza curvas sucesivas para adaptarse a las diversas torrenteras que accidentan el paraje. Se alternan espacios poblados de escobas y jaras con otros en los que dominan los espinos, las encinas e incluso los robles. Los pinos, jóvenes todos ellos, forman parte importante del paisaje. Proceden de plantaciones realizadas no hace muchos años.

Tras haber avanzado bastante, en las lindes del término local con el de Losacino, llegamos a una zona de amplias y despejadas parcelas, explotadas agrícolamente. Contiguo, queda un prado ceñido por una desportillada pared, ocupado casi del todo por una pujante fresneda. Veremos allí árboles admirables, sin duda centenarios. Sorpresivamente, nuestro camino concluye en otro transversal y ante el dilema de elegir decidimos continuar hacia la derecha. Tras ganar un poco más de altura, divisamos bien cerca un par de rústicos corrales ahora sin uso. En ellos se guarecieron los rebaños, liberándolos del largo desplazamiento diario hasta los establos del pueblo. Cuentan con recios muros perimetrales, lo suficientemente elevados para impedir que los saltaran los lobos. El primero es rectangular y se conserva casi íntegro. El otro desarrolla una planta oblonga y muestra ciertos derrumbes.

Subimos a la cima de un collado dominante, designado como El Sofrero o Zofrero. Este topónimo, característico de la zona, señala la pretérita existencia de por lo menos algún alcornoque, pero, a la vista, no encontramos ninguno en nuestros días. Todas sus laderas están ocupadas por un pinar de escaso porte, cuyos ejemplares pugnan aún por emerger de entre la densa maleza natural. Buscando puntos apropiados, disfrutamos una vez más de grandiosas perspectivas. Estamos sobre otro de los sucesivos recodos fluviales. Hacia poniente divisamos el pueblo de Losacino, con el largo puente que cruza el lecho del embalse. Por el otro lado, a media distancia queda Castillo, más allá Muga de Alba y, en una confusa lejanía, Carbajales. La modesta alineación montañosa de la sierra de Cantadores no impide apreciar la más destacada de La Culebra y como fondo nebuloso las altas cumbres de Sanabria. En su conjunto todo es vastedad impactante, una excepcional y primigenia aspereza incrementada por la soledad y el silencio.

Trochas diversas siguen hasta el ya citado Losacino, pero nosotros decidimos regresar al punto de donde partimos. Aunque para ese retorno podríamos tomar pistas alternativas, lo hacemos por la ruta ya conocida, amena y atractiva de nuevo.