De todas las localidades de la provincia, ésta de Valdeperdices es una de las que aparecen citadas más tempranamente en los documentos. En un diploma perteneciente al tumbo del monasterio gallego de Celanova se lee que el monarca Alfonso III donó al cercano y recién instituido cenobio de San Pedro de la Nave el lugar llamado Perdices, que ha de coincidir con el núcleo actual. La fecha no queda clara. Se suele señalar la del año 907 como la más probable. Sin embargo, en una moderna inscripción colocada delante de la iglesia local figura el 893. El propio rey era dueño de dos huertos en esa zona, dentro de una demarcación designada como Tunis o Turris. Desde aquellas lejanas épocas hasta los tiempos modernos, el pueblo formó parte del peculiar concejo que tuvo como cabecera al propio San Pedro de la Nave, ligado en todo a sus vicisitudes. Con la construcción del embalse del Esla el primitivo distrito municipal fue desmembrado, integrándose Valdeperdices en un nuevo ayuntamiento que denominaron San Pedro de la Nave-Almendra, con sede en esta última población.

A pesar de esa realidad histórica, al visitar ahora su casco urbano no encontramos nada que denote tan venerable antigüedad. Sus casas, distribuidas en calles sinuosas, se apiñan en la ladera occidental de un recóndito vallejo drenado por el arroyo del Roble. Muchas son de nueva construcción o se muestran convenientemente modernizadas, lo cual delata un positivo bienestar. Los otros inmuebles, los que mantienen las formas del pasado, combinan en sus muros materiales dispares. Así vemos lajas pizarrosas junto a bloques irregulares de cuarzo, algunas piedras bien escuadradas y adobes rojizos. Tan diversos componentes originan violentos contrastes de texturas y colores, ofreciendo como resultado obras ásperas y rudas, llamativamente elementales y de precaria habitabilidad.

Tampoco la iglesia se presenta como monumento destacable. El recinto que llegó a nuestros tiempos carecía de suficiente nobleza y solidez, por lo que ante sus múltiples deficiencias se optó por derribarlo. Sobre los mismos solares alzaron a finales del siglo XX un nuevo templo, digno y funcional, pero desprovisto de emoción artística. Aprovecharon, remontándola de nuevo, la vieja espadaña, creada con sillares de granito. Consta ahora de tres amplios ventanales y esbeltos pináculos esquineros. También reutilizaron las dovelas de la puerta, con las que se forma un sencillo arco de medio punto, protegido por un abierto alpende. La pieza más valiosa que se guarda en su interior es la cruz parroquial, gótica, quizás del siglo XIII.

Si ahora consultamos con un mapa, al analizar el término advertimos que es singularmente pequeño, con una extensión de poco más de cuatro kilómetros cuadrados. Por el norte y por el este la raya de Palacios llega casi hasta las mismas casas y hacia el otro lado, muy cerca del empalme de la carretera ya empiezan los espacios dependientes de la ciudad de Zamora. La razón por la que las gentes del propio Valdeperdices pudieron explotar haciendas suficientes con las que mantener a sus familias fue que sembraron parcelas situadas en el cercano Monte Concejo, pago integrado en el municipio de la capital. Las trabajaron antaño como renteros, pero en la primera mitad del siglo XX consiguieron comprarlas con gran esfuerzo.

Dadas esas circunstancias, en la ruta que por aquí realizamos nos salimos de la circunscripción local, para pasar a la del citado Palacios, por donde hacemos gran parte del recorrido. Iniciamos el trayecto por la zona más baja del pueblo, la más cercana al arroyo, para avanzar hacia el norte. Junto al propio lecho acuático se alza un amplio edificio, sin concluir desde hace ya varios años, el cual rompe con sus volúmenes la silueta tradicional de todo el conjunto edificado. Se ideó con el propósito de instalar una residencia de ancianos, proyecto que hubo de paralizarse. Junto a uno de sus costados se extiende un espacio ajardinado muy grato, en el que se incluye un parque infantil. Algo más adelante encontramos un viejo pozo dotado de una bomba manual para extraer sus aguas. De él se surtieron secularmente los vecinos, además de llenar los lavaderos anejos, solitarios ahora. Bien cerca queda el juego de pelota. En un rellano practicado en la rocosa ladera contigua encontramos diversos asientos en los que se reúnen y descansan las gentes a la querencia de una tibia solana.

El extremo septentrional del pueblo tiene una disposición llamativamente geométrica y regular. Está formado por cuatro rúas paralelas cortadas y enlazadas entre sí por otra vertical. Es sin duda el resultado de algún ensanche planificado, viejo ya, pues los edificios que allí existen muestran en gran medida caracteres vetustos.

Ya fuera del núcleo urbano, avanzamos por la margen izquierda del regato, el cual se oculta entre densos zarzales. Aprovechamos en este sector las ventajas de una buena pista. Al lado quedan algunas huertas y sobre todo un singular merendero, limitado por una ecológica valla de madera. Además de las habituales mesas y bancos, está dotado también de una fuente, todo bajo la sombra amable de unos pocos chopos. En una modesta finca del otro lado prosperan varios nogales. A su vez, por encima cruza un tendido eléctrico de alta tensión. Un poco más allá el camino que seguimos traza un violento recodo, para enfilar cuesta arriba. Nosotros lo abandonamos, prosiguiendo de frente por unas roderas irregulares. Pocos metros más adelante abandonamos el término local para penetrar en el propio de Palacios.

Avistamos ya un retazo del embalse del Esla, junto al cual vamos a caminar un amplio trecho. Por aquí sólo es un angosto entrante que inunda el valle del citado arroyo del Roble. Esta ensenada se une más adelante con otra más amplia recorrida antes de su anegamiento por la rivera de Andavías. En ningún caso nos vamos a asomar al lecho principal, el ocupado antaño por el caudaloso río Esla, el cual queda apartado algún kilómetro hacia el oeste. Si los niveles retenidos son altos, la espléndida lámina acuática llega hasta aquí. Sin embargo, lo más común es que aparezcan los espacios áridos y desnudos que dejan las aguas al retirarse, yermos e ingratos en todo caso, pero nunca desprovistos de interés. La senda se adapta a los límites del propio embalse, lo que obliga a trazar sucesivas curvas. Aprovechando un diminuto repliegue hallamos un huerto un tanto asilvestrado, con algunas vides y unos pocos frutales. También divisamos encinas dispersas, pinos y gruesas pedrizas donde se acumulan los cantos retirados tras despedrar pacientemente las fincas cercanas.

Llegamos al fin al primer puente, uno de los dos que vamos a atravesar. Ambos son obras del tipo de caballete, ya que tienen como apoyos una especie de torretas creadas con cuatro pilares enlazados entre sí con varias series de tirantes. Su estructura es la común a todos los viaductos secundarios construidos para recomponer los enlaces en caminos cortados al cerrar la presa de Ricobayo allá por la década de 1930. Éste se le conoce con el nombre de puente de Almendra, pues hacia ese pueblo se dirige la ruta que pasa por encima. Posee unos once vanos, con casi trescientos metros de longitud y una altura considerable, sólo perceptible en épocas de estiaje. Su estampa resulta sumamente hermosa, dotada de una gracilidad y ligereza que puede confundirse con engañosa endeblez. A su vez, si podemos colocarnos por debajo y lanzamos las miradas a través de la sucesión de estribos, gozaremos de complejas y sorprendentes perspectivas. La plataforma de paso resulta muy angosta, por lo que dentro de ella no es posible el cruce simultáneo de dos vehículos. Surge cierto recelo al comprobar lo viejas y oxidadas que están las barandillas y también vértigo al percibir el abismo a través las juntas de dilatación, un tanto rotas y descompuestas por falta de mantenimiento.

Tras alcanzar la margen septentrional, abandonamos la pista, que asciende por fuerte rampa hacia el ya próximo casco urbano de Palacios. Optamos por seguir hacia el oriente por el borde embalsado. La caminata resulta incómoda en este trecho, ya que el desnivel es acusado y existen numerosas piedras sueltas. A tramos aprovechamos las trochas irregulares creadas por los rebaños cuando se traen a pastan por aquí y, ante las peñas, unas veces subimos por encima de ellas y otras las esquivamos. También tenemos que cruzar un arroyuelo.

Accedemos al fin al segundo puente, denominado de Valdeperdices. Es mucho menor que el otro, tanto en altura como en longitud, aunque similar en sus formas. Desde arriba, al cruzarlo, divisamos a Andavías hacia el oriente. Más cerca se ubicó históricamente el viejo Palacios. Al quedar sus solares en zona inundable hubo de desalojarse, trasladándolo hasta la alta plataforma donde se emplaza actualmente. Nada queda de la vieja población en ese paraje, ningún muñón de muros ni montones de escombros que delaten el pretérito asentamiento. Sus antiguos edificios fueron arrasados del todo al reaprovechar los materiales.

De nuevo en las orillas del mediodía, abandonamos el camino para continuar otra vez junto al embalse. Hemos de esquivar las vaguadas de un par de regatos, resultando un tanto accidentada la del arroyo de la Gavia, el cual crea una especie de abrupta hendidura. Abundan por esta parte grandes bloques de cuarzo lechoso, algunos con formas globulares muy llamativas. De ellos, los sumergidos intermitentemente, cuando están en seco destacan por su blancura, ya que las aguas han eliminado la capa de líquenes que de común los tapizan. El sol incide directamente sobre sus lustrosas superficies produciendo intensos destellos. En ciertos casos se forman contrastes de colores agresivos, pues junto a esos níveos morrillos asoman cuchillones de pizarras bien negras o esquistos bermejos.

Ya próximos al pueblo, el terreno se accidenta con cuestos empinados. Tras dejar atrás un pequeño y aún joven pinar, llegamos al cerro conocido como El Piñedo, denominación sinónima a la de peñascal, dada su entraña rocosa. Lo superamos por encima, para gozar así de unas panorámicas generales sobre la localidad y todo su entorno. Descendemos después por su costado meridional, aprovechando la existencia de una buena pista, para dar por terminada la caminata en el mismo punto de donde partimos.