En 1975 tuve la alegría de publicar uno de los libros más entrañables de los que he sido autor. Se trataba de Zamora en la literatura y en él recogía una serie de textos de autores de diferentes tiempos, géneros e intenciones. Durante las décadas que desde entonces se han sucedido he seguido guardando en carpetas otros muchos que he encontrado a lo largo de mis lecturas e investigaciones y hoy comienza su entrega a los lectores interesados. Han pasado muchos años, pero tampoco desde 1976 he visto que se ofrecieran nuevos escritos —algunos ha habido— y satisfacción me ha dado ver reproducidos de nuevo en muchas ocasiones los que en el libro se reunieron.

Como introducción a los textos que voy a ir ofreciendo quiero hacer las siguientes observaciones:

1. Mi intención fundamental es dar a la luz esos escritos y no hacer el estudio que no pocos merecen, incluso dejando aparte su relación con Zamora. (A algunos me dedicaré personalmente desde esa perspectiva y dejo para quien esté interesado el aprovechamiento adecuado de todos ellos). Tampoco, en esta línea, haré una extensa presentación de los autores.

2. Se trata de textos de muy diferentes épocas y de autores también muy diversos; algunos ocupan lugar de primera fila en nuestra historia literaria, otros son de menor importancia y también hay testimonios de viajeros, periodistas, etc., con textos en ocasiones perdidos entre las páginas de viejas publicaciones. Como antes he afirmado, tampoco haré una extensa presentación de los autores. El lector tiene hoy muy a mano llegar a conocerlos y el protagonismo siempre será para los textos.

3. Son escritos de muy diferente extensión tanto en prosa como en verso. Por supuesto, las obras teatrales serán reseñadas y analizadas, pero lógicamente no reproducidas.

He sido muy afortunado al conocer (y de muchos ser amigo) a tantos y tantos hoy ya personajes de importancia extraordinaria en el mundo intelectual y artístico español. Desde Buero Vallejo a Tierno Galván, desde Julián Marías a Blas de Otero, desde Lauro Olmo a Francisco Brines, desde Rafael Alberti a Ignacio Aldecoa, he vivido experiencias inolvidables, que en algunos casos, como Claudio Rodríguez, era vieja amistad y, en muchas, muchas ocasiones, silenciosa complicidad. Durante casi tres décadas y varios días a la semana convivíamos una serie de profesores y creadores de muy diversos campos en el Instituto internacional de Madrid, dando clases en los diferentes programas de universidades norteamericanas que tenían allí su sede en España, entre ellas la de la Universidad del Estado de Nueva York de la cual yo era su director. En el programa de esta institución, como en algunas otras, daban sus clases no pocos creadores y dos de ellos fueron José Luis Cano y Claudio Rodríguez.

Nacido en Algeciras, en 1911, y muerto en Madrid, en 1999, José Luis Cano fue un más que estimable poeta y, sobre todo, uno de los más importantes estudiosos de la poesía española del siglo XX. Más aún, no pueden entenderse todavía muchos de los avatares de la producción de la Generación de 27 sin tener en cuenta las noticias, sus ediciones y los estudios de prácticamente todos los poetas de ese tiempo, como tampoco de los que les sucedieron y, entre ellos, Claudio Rodríguez. A varios de los libros del poeta zamorano Cano dedicó páginas calurosas, a las cuales Claudio correspondió, además de con una amistad mutua inquebrantable, con palabras de reconocimiento a la poesía del andaluz, como las que escribió en el número especial que la revista El Ciervo dedicó a Cano en 1987.

Pero José Luis Cano está unido al recuerdo de Claudio también por otras razones y es la primera el trabajo que durante años y años dedicó al Premio Adonais y las consiguientes publicaciones, como definitiva fue la labor llevada a cabo en la revista Insula, publicación sin la cual no puede entenderse la historia especialmente de la poesía española del siglo XX y, en no pocos casos, también la literatura de épocas anteriores. No tengo espacio para exponer, como se merece Cano, su biografía, ya desde los años treinta con Aleixandre entre sus devociones, sus años de condena por razones políticas, su trabajo diario como bibliotecario de Campsa (imposible vivir solo de la poesía), la ayuda, el consejo y el estímulo a tantos que comenzábamos las diversas tareas literarias… Y su bondad, su discreción, su responsabilidad profesional, su sentido un tanto krausista de la vida…

Un día, no sé cuál, de esos años que nuestras vidas convivían juntas en el Instituto internacional, José Luis Cano me dijo que había escrito un poema dedicado a Claudio Rodríguez. Y por si se extraviaba la suya, me dio una copia que guardé en la carpeta que siempre ha estado dedicada a mi paisano y amigo. No tengo espacio para analizar el poema como se merece, pero aquí tiene el lector un testimonio de admiración y, sobre todo, de amistad y cariño a Claudio y, con él, a Zamora.

Retrato de Claudio - J. L. Cano

Aquí está Claudio. Vienecon su lenta sombra grande y se sienta a nuestro lado,inocente con su candor de niñoalgo pícaro, curiosa la mirada,y en su mansa terquedad discutesobre la piel y el ala de un poema.Frunce la boca y abre más los ojosebrios aún de perezoso despertar,manotea en el aire con torpezacon sus dos grande brazos desgarbados,da un puñetazo al pobre cenicero,suelta un taco tan puro como su alma,y nos habla del mar y del sonar del Duero,del viento montaraz, de los caminosque acunaron su infancia zamorana.Luego sale a la calle y habla a un perro,al gorrión más pobre de la acera,y hace amistad con una niña chica,con un mendigo y con el rey del humo.Y habla con ellos, con serenaseriedad, con lentaconvicción, sin asustar a nadie,abriendo solo al aire mañanerosu pecho transparentedonde aún guarda el aroma de su tierra,la sombra del ciruelo,el sueño del pinar amanecido.Toma después su copa en la taberna,su sol en este banco callejerodonde dormita un viejo sonreído.Y ebrio ya del aire, de la brisa,del canto de los pájaros, escuchaotra vez el sonar raudo del Duero,las palabras del pueblo que le hicieron poeta,la voz pura de Clara que acaricia su sueño.