Su casa es de museo. Una auténtica reliquia hecha muros con su cocina económica, su brasero bajo las faldillas y su puchero sobre las brasas. Como si se tratara de un bodegón de los años 60, el escenario lo completan una plancha de carbón que compró el siglo pasado por 13 pesetas, los platos de cerámica desborcillados en sus cantos azules, el mandil de piqué atado a la chaqueta con imperdibles y una enorme y antigua lata de conservas de pescado donde calentar el agua. Así es la casa de doña Ignacia, una mujer de 89 años que vive sola en lo alto de La Alberca y que todavía utiliza el cisco para calentarse, uno de los pocos casos de la capital y algo más frecuente en los pueblos. "¿Calefacción? No llega la pensión para tanto", explica, con su sonrisa eterna, mientras muestra un recibo de 93 euros, los que paga cada mes por el alquiler de la casa en la que vive. "Me organizo como puedo y estiro la paga, pero de salud estoy bien, gracias a Dios, salvo los pies, que me traen?.".

Su vida no ha sido fácil. Huérfana de padre desde los ocho años, se casó muy joven con un andaluz de juventud eterna que murió cuando Ignacia apenas contaba 22 soles. Su mejor legado fueron dos hijos, uno de solo ocho meses y otro todavía dentro de su vientre cuando el esposo se fue. Dejó su pueblo natal, Fresno de la Ribera, por la capital, donde servía a una maestra. Su madre fue su principal pilar y la responsable de cuidar a sus dos pequeños mientras ella trabajaba: "Me propusieron incluso llevar a mis hijos a un hospicio, pero nunca se me pasó por la cabeza, eso nunca", cuenta, mientras muestra con orgullo fotografías de sus dos biznietas, hijas de sus dos nietos.

Aunque su nivel económico es bajo, no falla el día en que doña Ignacia coja su chaqueta gorda de lana y baje "hasta Zamora... como si yo viviera en Sebastopol", a hacer sus pequeñas compras. Mientras tanto, "pongo el brasero en el pasillo, para que caldee la casa, y luego lo meto debajo de las faldillas". Es consciente de los peligros del cisco, del famoso tufo y de las muertes que ha conllevado en muchos casos. Sin embargo, "no tengo ningún miedo porque lo enciendo con mucho cuidado, lo soplo bien y nunca lo meto en la habitación para dormir". Pese a todo, asegura que "no paso frío porque por la noche cojo una bolsa de agua caliente, la meto en la cama y así duermo tan calentita".

Vive rodeada de plantas, le encanta leer -"gracias a eso, porque fui poco a la escuela"- y pasa horas escuchando la radio, ya que "la tele me entretiene poco". En su antiguo mobiliario tampoco hay hueco para microondas, lavavajillas y ni siquiera para una lavadora, porque "buena gana de gastar luz y para cuatro cosas mías? con el agua que se calienta con el carbón me apaño", explica.

Hasta su casa en La Alberca se desplaza cada dos meses el carbonero con un saco de cisco, "me cobra unos 28 euros y me dura más de un mes", explica en relación a un negocio extinto en gran parte de España pero que aún tiene resquicios en la provincia con varios trabajadores de la leña. Quienes lo utilizaron en el pasado dicen que el cisco de carbón "da un calor diferente, más familiar, más agradable?". O si no que se lo pregunten a doña Ignacia: "¿Frío yo? ¡Una buena chaqueta y listo!".

A doña Ignacia no le importa dar la cara y poner su nombre, sus apellidos y hasta su rostro. Una vida distinta con el dinero contado para llegar a fin de mes que otros, sin embargo, prefieren salvaguardar en el anonimato. Se llama "vergüenza". Lo hacen porque "a nadie le importa si tengo o no tengo calefacción en mi casa y sí, me da reparo", explica otra de las personas a las que la pobreza energética les ha tocado de cerca. Aunque no le falta un plato de comida en la mesa, "calefacción tengo, pero apagada?", apunta este padre de familia, que ha tenido que regresar a otros métodos más arcaicos para calentar su hogar. Como él, otros tantos zamoranos pasan las heladas de la tierra con los ojos puestos en el calendario. "Al final, el invierno pasa".