Tengo la misma inquietud que cuando me llamaron los de Tábara por primera vez, pero ya no me afecta lo que otros piensen de mí. Al fin y al cabo, he asumido mi condición. La madurez me ha dado equilibrio y en la armonía conventual he descubierto el valor de las cosas, más allá de aplausos o fantasías.

Yo era muy joven. Acababa de llegar al monasterio de San Salvador y me creía el mejor. Pensaba que podía cambiar el mundo desde su scriptorium, las gentes, los hábitos, las conductas. Que mi trazo sobre el pergamino era único. Luego vi que no. Que yo era uno más y que mis dibujos no solo pasaban desapercibidos fuera de la comunidad, sino que eran causa de permanente frustración. Unas veces el color, otras la disposición de las figuras o el esquema de pautados. A todos faltaba algo, incluso al códice que iluminé hace años para este cenobio y que tanto alaban.

Sí, he madurado. Mis imperfecciones ya no me producen inseguridad, sin embargo, no consigo olvidar. Es como si su sonrisa pícara y el destello burlón de la mirada fueran el castigo del Todopoderoso a mi vanidad. Monnius y Sennior habían bajado al refectorio. Las campanas de la iglesia del cenobio acababan de anunciar la hora sexta y había que reponer fuerzas. Estábamos solos. Ella y yo. Recuerdo que tenía la boca tan seca que no podía articular palabra o, tal vez, Nuestro Señor me la negó. Mejor así. De otro modo, hubiera confesado. Habría gritado que sí. ¡Que me había equivocado! ¡Que los ladrones estaban mal colocados!...

Aún me da sofoco recordar el día que la señora Ende descubrió mi error. Pues, resulta que se acerca a mi atril. Le enseño la estampa de la Crucifixión y fue ver su cara de sorpresa y descubrirlo. Dimas, el buen ladrón, a la siniestra de Jesucristo; Grestas, a la diestra. Nunca debió ocurrir, pero así estaban. En lugares equivocados. Dimas rodeado de llamas, a punto de caer en el infierno, y Grestas, el malo, esperando el cielo. Me quedé mudo, ya digo. El abad Arancisclo no me perdonaría error tan grave por años que viviera. La burla estaba asegurada en los monasterios cercanos. Moreruela de Tábara, San Pedro de Zamudia, Santa Marta de Tera, Camarzana, ninguno volvería a llamarme. Quién lo hubiera podido imaginar. ¡El gran Emeterius confundiendo a los dos crucificados! Bien sabe Dios Nuestro Señor que no buscaba alabanzas cuando acepté el encargo. Lo único que pretendía al iluminar la copia del libro de Beato era glorificar al Criador de todo lo visible e invisible. Nada más. Es por ello que debí dejar se ocupase de las letras Sennior, el mejor escriba del cenobio. Olvidé que las palabras tienen vida propia y, a veces, dan en alterar el curso de las cosas. ¡El ladrón bueno condenado al fuego eterno y el malo premiado por los siglos de los siglos! Una equivocación imperdonable. Hasta el maestro Magius se hubiera revuelto en la tumba de haberla conocido.

Cuando miré y vi en el pergamino lo que nunca hubiera querido ver, busqué sus ojos suplicante. La señora Ende tenía una sonrisa, apenas perceptible, y algo parecido a un destello burlón en la mirada pero, en vez de estallar en risotadas, me cogió la mano y apretó con fuerza. Un instante tan solo, con aire de complicidad. Dio media vuelta y, sin decir palabra, se fue.

Ha pasado el tiempo y, sorprendentemente, nadie en la comunidad, ni fraile ni monja, parece haber reparado en el desatino. Un milagro, sin duda, pues así plugo Jesucristo el susodicho Calvario en mi bastidor. Sucedió un veinticinco de julio. El santoral celebraba a los santos Cucufate y Santiago Mayor y los lugareños se afanaban en trillar en las eras la cebada del cenobio. Yo era muy joven entonces. Ahora, con las barbas blancas sigo cumpliendo penitencia pero, en modo alguno, pretendo indulgencia. Es preciso que así sea. Fue mucha la vanidad.