Hay un momento en el devenir de las cosas en que los acontecimiento fluyen de acuerdo con los usos y costumbres de la época. Es al dejar de formar parte de la vida real y pasar a ser Historia, cuando las voces de sus protagonistas se distorsionan y los paisajes se diluyen. Y es que, el tiempo se comporta como las arenas del páramo. Erosiona las aristas y oculta los perfiles primitivos hasta acabar presentando un paisaje de siluetas amorfas que, aún siendo el mismo, se nos muestra diferente al que otros vieron.

Quizás sea por esto que el curioso observador del pasado, sin saberlo ni consentir en ello, tiene algo de novelista. En su búsqueda encontrará hechos y actuaciones que, quizás, no sucedieron como él piensa debieran haber ocurrido y, entonces, como si de un literato se tratara, tejerá un entramado de pasiones en un contexto de verdades y mentiras para dar forma a un relato que resulte lógico muchos años después de cuando, realmente, ocurriera. Es como si la Historia fuese un inmenso escenario sobre el que deambularan personajes perfectamente definidos junto a otros de los que, a duras penas, percibimos indicios y de los que solo nos llegan velados murmullos. Sin director de escena y a falta de libreto, la trama se sucede imprevisible al punto que el desarrollo de la obra siempre pudo ser diferente a como realmente fue. Su final dependerá de la actuación de unos actores que nunca fueron conscientes de las consecuencias de su improvisación.

Año 880. Al- Ándalus. El muladí Omar ben Hafsún planta cara a las tropas árabes y la Historia, inesperadamente, cambia su curso. Nadie podía imaginar, entonces, que de haber sido otra su decisión nuestro mundo sería diferente. La brutalidad de la respuesta califal a las inmolaciones mozárabes cordobesas ha trascendido los Pirineos y algunos abades franceses envían monjes a Córdoba con el fin de adquirir reliquias de los mártires con las que prestigiar conventos y monasterios. No se han olvidado los cientos de ejecuciones. La de Eulogio, la más cercana.

Por otra parte, la comunidad cristiana andalusí sigue confundida. Samuel, obispo de Illiberis, protagoniza el último escándalo rechazando la resurrección de Cristo y circuncidándose. Ha sido relevado del cargo pero disfruta de los favores del emir y ahora, llevado de un ánimo revanchista, persigue con saña a sus antiguos hermanos. Es entonces cuando aparece Omar. Con apenas cuarenta hombres comienza a hostigar a las tropas árabes desde la serranía malagueña. El grupo crece. Establece su cuartel general en Bobastro y lo que empezó siendo el asentamiento de unos cuantos guerrilleros se convierte en la capital de un estado insurrecto en el corazón mismo de al-Ándalus.

El sultán les planta batalla, pero es derrotado. Su popularidad se acrecienta y el levantamiento amenaza a las fuerzas emirales. La desmembración del territorio es un hecho. Muladíes y mozárabes, junto a bereberes y sirios enfrentados también al poder central cordobés, protagonizan las sediciones. Se trata de una guerra civil encubierta. Omar se prepara para el ataque definitivo a Córdoba, los días del sultán parecen contados, pero inesperadamente es derrotado y a partir de ese momento se invierte el signo de la contienda. En el año 928 cae Bobastro.

Terminaba, así, la lucha del guerrillero que durante cincuenta años distrajo a las tropas musulmanas de su objetivo principal: expandir el califato. Sin pretenderlo, había propiciado que los reyes astures consolidaran sus logros sin apenas resistencia. De no haber sido por Omar que provocó la demora del avance muslímico, la Historia sería otra. Cuando Abderrahmán III quiso retomarlo ya era tarde. Los ejércitos cristianos habían dispuesto de suficiente tiempo para organizarse y detener a las tropas califales.