En el año 794 el sínodo de Francfort concluye que el «adopcionismo» es herético. Suponía el golpe final a una desviación teológica que hizo temblar a Carlomagno. Hay quienes sostienen que Elipando, máxima jerarquía de la Iglesia hispana, defendió esta posición dogmática con cierto oportunismo político porque lo que propugnaba era la figura de Jesús como profeta, es decir, cercano a los contenidos del Corán. Siendo las autoridades musulmanas quienes nombraban a los prelados de la diócesis toledana, bien podría ser que el arzobispo optara por esta vía para congraciarse con quienes podían destituirle de la noche a la mañana. Sin embargo, no fue el «adopcionismo» la única desviación. Un sinfín de manifestaciones heréticas debilitó al catolicismo hispano durante los siglos VIII y IX. Toledo se empeñaba en mantener la autonomía de la iglesia hispano-visigoda respecto a 794 Francfort ElipandoRoma

Elipando, consciente de que el arzobispado de Toledo estaba bajo dominio árabe, intentó pactar con los mahometanos haciendo suya la teoría adopcionista según la cual Jesucristo, en cuanto hombre, es hijo adoptivo del Padre. Era un claro acercamiento al Corán y la controversia que provocó fue tan profunda que Carlomagno se ve obligado a convocar un sínodo en Francfort.

Conocido su dictamen, alguien respiró aliviado en el valle de Liébana. «¡Deo gratias!», debió musitar, agradecido, Beato en su celda de San Martín de Turieno. El «adopcionismo», finalmente, había sido declarado herético por unanimidad y Elipando, la más alta jerarquía de la Iglesia visigótica hispana, condenado. La conclusión del sínodo suponía el reconocimiento de las tesis del monje cántabro. Sí. No había duda, «est proprius et verus Filius Dei». Jesucristo es Hijo de Dios, sentenciaba, y eran herejes quienes negaran su naturaleza divina reduciendo la relación con el Padre a una mera adopción.

Comenzaba un período que concluiría con el definitivo triunfo de Roma sobre la iglesia hispano-visigoda. Sin embargo, a pesar de que la iglesia mozárabe mantuvo siempre su afinidad con el papa, era, aquel, un tiempo de herejías. Fueron muchos los brotes heréticos que aparecieron entre la mozarabía andalusí, expuesta, como estaba, a la influencia islámica. Además del arrianismo, opuesto al dogma trinitario y de fuerte implantación en Hispania, estaban los seguidores de Migecio y de Prisciliano, que también rechazaban la Trinidad cristiana, y los casianistas que no reconocían la autoridad de Roma. También la herejía joviana y la simoniaca y las que mantenían multitud de autoridades religiosas, como el obispo de la desaparecida Illiberis, Samuel, que rechazaba la resurrección de Cristo. Había quienes propugnaban echar sal en el pan y el vino consagrados en el sacrificio de la misa y algunos defendían la ablución en la administración del sacramento bautismal. Era como si todos pretendiesen purificar la fe y salvarla de los musulmanes, únicos causantes, creían, de los males que la aquejaban. Por otra parte, la convivencia entre las dos religiones se hacía cada vez más difícil. A medida que los invasores agotaban sus posibilidades de expansión, endurecían sus exigencias sobre los mozárabes.

En las grandes ciudades les recluían, incluso, en zonas alejadas y llegó un momento en el que la práctica de su fe rayaba en la clandestinidad. La comunidad cristiana estaba sometida al escarnio público. Detectada la presencia de un eclesiástico, tocaban matracas a su paso como si de un mentecato se tratara y, de no bastar el insulto, le apedreaban. Los templos sufrían actos vandálicos y los objetos de culto se expoliaban. Se prohibieron las procesiones y entierros, hacer proselitismo, la construcción de iglesias, el repique, incluso, de campanas. Cuentan que, apenas oído su tañido, no había maldición que los musulmanes no lanzasen. Ante la insoportable presión, los obispos huían hacia el norte y las diócesis, sin referencias, quedaban a merced de Satán, del invasor. El desconcierto era total entre los cristianos de al- Ándalus.