«… ¿Cuándo se ha visto que los de Liébana vinieran a enseñar a los toledanos…?», ruge enfurecido. Las palabras restallan como latigazos. Secas. Hirientes. Retumban en la abovedada techumbre, salen de la sala capitular y se pierden, amenazadoras, en el laberíntico palacio. Es el todopoderoso Elipando, fuera de sí, desde lo alto de su silla episcopal. En el año setecientos cincuenta y cuatro había sido nombrado arzobispo de Toledo y ahora, más de treinta años después, un tal Beato, un monje sin título eclesiástico alguno, le viene con éstas. ¡A él! ¡A la más alta jerarquía de la Iglesia hispana peninsular! «¿...Cuándo se ha oído cosa igual?», truena iracundo.

La altivez del prelado probaba, más allá del engreimiento, que, frente a las divergencias entre los creyentes hispanos los cristianos de Toledo se consideraban los auténticos paladines de la fe. Sucede que Elipando había divulgado entre la comunidad mozárabe la teoría «adopcionista» según la cual Jesucristo, en cuanto hombre, no es hijo natural de Dios. Tan solo, adoptado por el Padre. La desviación causó temor en el reino astur por cuanto se acercaba a las creencias islámicas que negaban a Jesús de Nazaret naturaleza divina. También preocupación, porque respaldaba la tradicional postura antitrinitaria hispana.

El enfrentamiento entre trinitarios y quienes no entendían aquella complejidad que suponía el «Uno y Trino» era anterior a la entrada del islam en la península. Exactamente, desde que Arrio, un presbítero de Alejandría, provocara en el siglo IV uno de los mayores cismas del cristianismo al argumentar que la Trinidad era una invención ajena a los Evangelios. La tesis del alejandrino proponía un Jesucristo más asequible y sencillo, un Dios cercano y sin tanta complicación teológica. Su aceptación fue mayoritaria. La fractura dogmática, inmediata. De hecho, durante un largo período los arrianos se llamarían a sí mismos católicos en tanto los trinitarios eran llamados romanos.

Entre los impugnadores del «adopcionismo» estaban Beato, un presbítero de Liébana, y Heterio, obispo exilado de Osma. Ambos suscriben un documento, el «Apologético de la verdadera fe», en el que, punto por punto, desmontan con firmeza las tesis heréticas del metropolitano. Elipando, soberbio como era, no se retractó jamás. Como consecuencia del debate nace cierto distanciamiento entre los cristianos del norte y sus hermanos mozárabes, sin embargo, la pugna teológica entre el de Liébana y el toledano evidenciaba una realidad mucho más profunda: la lucha entre el papado, apoyado por el todopoderoso Carlomagno convertido en príncipe de una cristiandad renovada y el inmovilismo de quienes, como Elipando, máxima jerarquía de la Iglesia peninsular, rechazaban cualquier acercamiento a la Trinidad romana. Roma y Toledo, frente a frente. El catolicismo hispano se debilitaba.