Un «siglo de oro» comenzaba para la Tierra Vieja de Tábara, una época de esplendor, cuando Magius sacudió la aldaba del portón del monasterio de San Salvador.

A punto de ser recibido por el señor abad tuvo el presentimiento de que era el lugar soñado para encontrar la perfección contenida en los cuatro Evangelios y que sería allí, en la soledad conventual, donde pasaría el resto de su vida practicando pobreza, obediencia y castidad. No sabía que los caminos que la Divina Providencia le tenía reservados eran muy distintos a lo que él pensaba.

Aquel hombrecillo que se movía nervioso en la penumbra del zaguán estaba llamado a ser el mejor entre los grandes. Su obra se convertiría, de inmediato, en referencia obligada para los miniaturistas de la época y siglos más tarde sería reconocida por los expertos como la aportación más valiosa a la ilustración medieval.

Fue Magius un genio que transformó en sublime un quehacer, hasta entonces, de artesanos. No en vano, de su pupitre en el cenobio tabarés salieron algunos de los más bellos códices iluminados de la Alta Edad Media europea.

Es un estilo, el suyo, definido por un violento sentido del color y la ausencia de perspectiva. Más allá de la técnica, los trazos de su pluma buscan plasticidad y son una síntesis de la antigua tradición hispana y las formas orientales que llegaban a orillas del Duero de mano de los cristianos andalusíes.

Se trataba de los mozárabes. Huyendo de la presión califal, se asentaban ahora en los Campos Góticos y lo hacían con un bagaje cultural arabizado después de años de convivencia con los musulmanes. El genio de Magius incorporó, de inmediato, los modos islámicos a su experiencia y el resultado fue una obra sorprendente por su expresividad. Sin embargo, no surgió casualmente.

Todo había empezado a principios del siglo octavo cuando tribus norteafricanas pasaron el estrecho sin encontrar resistencia y en las riberas del Guadalete, a tres leguas de Arcos y muy cerca de Jerez de la Frontera, acabaron con Don Rodrigo y con una monarquía herida de muerte desde que los nativos, hartos de vejaciones, se rebelaran.

Existía, entonces, entre las etnias hispana y visigoda total disociación. La corrupción y los brutales tributos exigidos por los godos se habían convertido en padecimientos habituales para los nativos de modo que gran parte de la población respiró aliviada con la llegada de los africanos. Ocurría en el sur peninsular.

Mientras, en las montañas del norte, alguien iniciaba un proceso que culminaría siglos más tarde Magius en la soledad de un scriptorium y encorvado sobre un atril. Corría el año 945 cuando dio por finalizado el Beato de San Miguel, su obra maestra. Poco podía imaginar, entonces, que mil años después la torre del monasterio de San Salvador de Tábara, aquella en la que se afanara, habría de convertirse en la imagen más conocida del arte prerrománico hispano.

Sucedió que muy lejos de las tierras ocupadas por aquellos poderosos señores de habla extraña y tez morena alguien comenzó a recopilar textos de forma compulsiva. Lo hacía día y noche en el anonimato de una celda y todos referidos al Apocalipsis, el enigmático libro del profeta Juan.

Se llamaba Beato. Un monje del monasterio de San Martín de Turieno, más tarde Santo Toribio, en el valle cántabro de Liébana.