Este año se conmemora el cuarto centenario de la muerte de Miguel de Cervantes (1547-1616). Los poderes públicos, tan atareados desde hace meses en cocinar, sin resultados, quien nos gobierne, no habían caído en la cuenta, y atropelladamente han preparado un programilla para salir del paso. Desde el mundo de la cultura, donde tienen tantos amigos, les han llovido palos, máxime al comparar los fastos con que el Reino Unido de la Gran Bretaña festejará a W. Shakespeare, que también cumple años. A Zamora, tan perezosa con todo lo que no sean procesiones, ni siquiera han llegado los ecos de ambos centenarios, y por tanto nadie se lamentará por ello. Con el pobre Cervantes -sin duda lo fue- cada veintitrés de abril, nos justificamos sacando los libros a la calle y haciendo una lectura pública del "ingenioso hidalgo", con la que pretendemos exorcizar nuestra fama de gente poco leída. Escuchando declamar a escolares, bachilleres y sobre todo a los políticos y gente de la "farándula" capitalina, muy en particular a estos tres últimos grupos, se puede asegurar, sin temor a equivocarse, que el personal no solo no ha leído nunca un solo capítulo del "Quijote", sino posiblemente de cualquier otro libro. Hace unos días reflexionaba sobre el asunto Javier Marías, preguntándose con razón "¿Por qué habría de importarle Cervantes a una sociedad ahistórica y tirando a iletrada?". Efectivamente para un buen número de españolitos, demasiados, el libro en cuestión hace mucho que se escribió, es además, castizamente hablando, un "tocho", y para más "inri" está escrito en "castellano antiguo". Vamos, que no hay quien se lo trague. Además, su autor fue un don nadie, al que debió costarle un huevo escribirlo, pues por si fuera poco encima era manco. Este retrato grotesco aún puede escucharse, y mucho me temo sea con lo que se quedan los chavales, a los que en vano resultará eficaz obligarles a leerlo. La verdad es que el "Quijote" no deja de ser, en palabras de Fernando Aramburu, "un monte demasiado escarpado para que lo suba cualquiera". De ahí que se haya recurrido a todo tipo de bien intencionadas tretas para acercarlo a niños y menos niños. Se ha hecho desde antiguo, y recientemente con acierto. Ahí está como muestra la edición de la RAE, adaptada por Arturo Pérez Reverte -un escritor con el que están familiarizados nuestros bachilleres- que constituye un buen y aconsejable ejemplo para hincarle el diente a esta historia cómica, porque a fin de cuentas no es más que eso. Meritoria lo es también la versión de Andrés Trapiello que, en su afán por facilitar su lectura, lo ha "traducido" al lenguaje actual, no sin escuchar de los guardianes de la ortodoxia más de un reproche, aunque en mi opinión no viene a cuento ponerse digno cuando se trata de eliminar los obstáculos que impiden su digestión. De manera que bien podríamos afirmar, con el bachiller Sansón Carrasco, que hoy nada debería impedir que esta obra universal sea manoseada por los niños, leída por los mozos, entendida por los hombres y celebrada por los viejos. Hay que perderle el miedo al "Quijote", pues como bien dice quien mejor lo conoce -Francisco Rico- es ante todo un libro divertido y sencillo, un libro "disparatado y lleno de chistes, destinado a ser carne de risa y desvestido de cualquier atisbo de solemnidad", en acertada síntesis de Jordi García, autor de la más reciente biografía de Cervantes; un libro que constituye "un sabotaje cómico de las normas inamovibles, las leyes incontestables o los principios intocables". De ahí que tempranamente cosechase un importante éxito editorial, aquí y fuera; éxito que no ha cesado, y por el que sigue ostentado el privilegio de ser "el mejor libro del mundo". Las razones que lo explican -sigo tirando de Rico- residen en "la fascinación que produce la figura del protagonista". O si lo prefieren "La figura de don Quijote se gana la simpatía de todo lector que siente más la amargura que la comicidad de sus sucesivos fracasos porque es un ser bueno, leal e inteligente", en palabras de Martín de Riquer. Ítem más, el "Quijote" es, pese a sus cuatro siglos cumplidos, un libro moderno y actual, no solo porque "sentó las bases sobre las que nacería la novela moderna" -Vargas Llosa "dixit"- sino también porque "La modernidad del "Quijote" está en el espíritu rebelde, justiciero, que lleva al personaje a asumir como su responsabilidad personal cambiar el mundo para mejor, aun cuando, tratando de ponerla en práctica, se equivoque, se estrelle contra obstáculos insalvables y sea golpeado, vejado y convertido en objeto de irrisión". Un retrato con el que, de alguna manera, todos alguna vez nos sentimos identificados, aunque como sugiere Andrés Trapiello con quien de verdad nos identificamos leyendo el "Quijote" es con Cervantes, con su mirada compasiva, "su humor, su finura... y el respeto con que habla de la realidad, sin el menor resentimiento". Y aunque su lectura es un festín, no deja de ser un obstáculo para una sociedad dominada por la imagen y el espectáculo. Visto así, el problema no es exclusivo de esta obra o de los clásicos en general, lo es también de la literatura más actual, y del libro en particular, que la omnipresente cultura virtual aborrece. Y excuso marear con los manoseados índices de lectura en España. La salud del "Quijote", pese a todo, sigue siendo buena, incluso en España, lo certifican sus constantes y cada vez más completas ediciones. ¡Larga vida pues al "Quijote"!, es decir, a Cervantes.