Dicen que iluminar un códice es cosa de hombres. Yo respondo que no hay tarea más femenina. Tendríais que ver la delicadeza con que Ende, la monja de la que os hablé el otro día, coloca el pergamino en el bastidor y la ternura con que utiliza compás y punzones para planificar el espacio antes de darle vida con las tintas. Ahora está con el acabado de las nubes y sus formas redondeadas parecen pétalos flotando sobre la crucifixión de Nuestro Señor. ¡Y os diré más! Desde que recibiera el encargo, no conoce el descanso. Se pasa horas sin apartar la vista del folio, arrobada, igual que una doncella ante la presencia inesperada del fogoso amante. Viéndola sobre el pupitre, nadie pensaría que la elaboración del arte pertenece en exclusividad al mundo de los hombres. Que la fémina, por su propia condición, está incapacitada para crear belleza. Quienes esto creyeran, se equivocan. Dios Nuestro Señor Jesucristo nada dijo de semejante cosa. Al menos que yo sepa, en los Santos Evangelios no se habla de las artes. En consecuencia, si nada dicen, no son para hombre ni mujer. Son para quien las practique. A mayor gloria suya, naturalmente. Desde que llegó al Scriptorium, se puso a mi disposición. Lo hacía con el consentimiento de la señora abadesa para ayudarnos a Sennior y a mí a terminar el beato en el tiempo fijado.

Lamentablemente, no hemos podido contar con Monnius que tanto colaboró en el que nos encargó el abad de San Salvador de Tábara para su propio monasterio a la muerte de Magius. A pesar de la reticencia de algunos monjes, fue bien recibida. Aquí, cualquier ayuda es buena. Todos sabemos que el ritmo de trabajo en la confección de un beato es lento y que supone un trabajo previo que está al alcance de muy pocos cenobios. A nadie se le escapa la laboriosidad y esfuerzo que requiere. Se empieza sacrificando a los animales, normalmente de nuestro propio rebaño aunque, en ocasiones, son ciervos cazados en La Culebra por los lugareños. Luego habrá que trasquilar las pieles, raerlas, adobarlas, estirarlas y pulirlas. Después, se pondrán a macerar durante días en tinajas con agua y cal antes de rasparlas con raederas. Así, varias veces, hasta dejarlas totalmente limpias. Una vez convertidas en pergamino, cada uno de los escribas prepara sus propias plumas. De caña o de ave, es igual. Lo que importa es que la curvatura natural se ajuste a la mano. Se empieza recortando las barbas antes de hacerles una hendidura en el centro de la punta, se afilan hasta dejarlas totalmente agudas y, finalmente, bien humedecidas, se entierran en arena caliente durante meses hasta que endurezcan.

Después, las tintas. Calcinamos los ingredientes orgánicos y recogemos el humo en telas que dispersamos en agua agregándole gomas vegetales para que espese convenientemente. Últimamente, usamos una fórmula que penetra en el pergamino con mayor facilidad que la tinta de carbón y , por tanto, dura más. La aprendimos de unos hermanos que llegaban de Córdoba huyendo de la presión califal y se trata de una molienda de agallas de roble mezclada con caparrosa verde que, posteriormente, se diluye en agua avinagrada. El resultado es un castaño pálido que, al contacto con el aire, cambia de color. En este largo proceso que supone la culminación de la miniatura, cada uno tenemos asignada una función. Unos tejen, otros cosen, hay quien pinta. Algunos, los menos, escriben. Es como si no hubiera individuos y todos fuéramos uno. Alguien maneja la pluma, pero es la comunidad quien la guía. A mí, Emeterius, humilde siervo de Dios y presbítero, me ha tocado dibujar.