Estamos en el año mil, en el monasterio de San Salvador de Tábara y lo que allí ocurre sorprende a todos. Me estalla la cabeza. Hace tiempo, los dedos no sujetan con precisión el cálamo. Se han independizado de la mano y parece que, de pronto, tuvieran vida propia. Me duele el pecho al respirar. Tengo la garganta reseca. No puedo tragar saliva y, la espalda, después de horas arqueada, se resiste a recuperar su posición natural. Ha sido tan grande el esfuerzo que el cuerpo me resulta extraño. Es como si sus órganos hubiesen adquirido nuevas dimensiones y un peso desconocido. Y es que, el oficio de copista tiene mucho de cantero. Exige ciertas destrezas o habilidades pero no menor esfuerzo físico de modo que, en el proceso de creación, tan importante es una exigencia como la otra. Además, están las velas de sebo. El hollín vuelve al aire irrespirable, tanto más para mí que ilumino los pergaminos con minio molido. Las de cera arden más lentas y apenas hacen humo, pero dice el señor abad que son demasiado caras. Sí. Un trabajo agotador.

Sucede que el monasterio de San Salvador de Tábara ha recibido un encargo. Por eso estoy aquí. Al punto de llegar, hace ya más de tres meses, me recluyeron en el Scriptorium. Justamente, en el centro de una torre, alta y de piedra, y trabajando en el mismo pupitre que el maestro Magius, que Dios Nuestro Señor guarde en su gloria, ocupó un tiempo. Pequeño y con dos lumbreras laterales para aprovechar la luz natural, es el lugar soñado para iluminar el códice con la minuciosidad debida. Apenas salgo de aquí. Los días transcurren entre punzones y botes de tinta, trabajando sin desmayo, pero ni aún así. ¡No veo forma de acabar!

Ya dije al señor abad que el beato no va a estar para cuando él quiere por más que porfíe. Si alguien tiene que esperar que espere, le dije. No. No va a estar por mucho que se empeñe, y eso que ha puesto a mi disposición a Sennior, el mejor escriba del cenobio y a Ende, o En o Eude que por los tres nombres se la conoce. Una monja recién llegada, pequeña de cuerpo y de buen buen entendimiento. Tendríais que verla sujetando la péñola con la punta hacia abajo, entre el índice y el corazón. La fuerza con que la apoya en el pulgar. ¡Con qué destreza! Sabido es que la tinta fluye mejor cuanto más vertical está la pluma y que de esta forma es la mano, no los dedos, quien la mueve con precisión hasta lograr el trazo buscado. Es un ejercicio que solo el tiempo te permite realizar con exactitud, pero ella, que acaba de llegar, lo domina como cualquiera de nosotros que llevamos años trabajando. No acierto a comprender cómo lo ha conseguido. Es el suyo, un don natural. No encuentro otra explicación para tanta perfección. A veces, la observo de reojo. Bien es verdad que trabaja de pie porque no se acostumbra al sitial con respaldo alto. Tampoco le gusta el pupitre inclinado, prefiere los planos, pero éstas son pequeñeces que irá corrigiendo con el tiempo. Tiene condiciones para el dibujo, ya digo, y, no tardando, se la disputarán los más grandes. Creerme si os digo que yo, Emeterius, humilde siervo de Dios y presbítero, criado por el maestro Magius y recluido en el monasterio de San Salvador de Tábara próximo ya el año mil, nunca vi nada igual. No olvidéis su nombre. Ende, os digo que se llama. O En o Eude, que por los tres nombres se la conoce.