No había entrado en casa todavía. Eran las siete y media de la tarde del martes y empezaba a oscurecer. Miguel Arévalo Antón, el hijo del barquero de Olivares, justo llegaba de pasar la tarde en una de las islas del río Duero y estaba hablando por teléfono con su hermana, al pie del muro que protege las viviendas de las crecidas del río. La conversación se vio interrumpida inesperadamente, ""llama a la policía que ha caído un hombre al río", me dijo un chico". Había caído a unos quince metros de las aceñas de Olivares, en una zona en la que el río alcanza "unos cuatro metros de profundidad y donde existen corrientes".

El agua le llevaba en dirección a una de las compuertas de los tres molinos. El peligro era inminente y la noche comenzaba a caer. Miguel Arévalo Antón no perdió ni un segundo, "te dejo, que hay un chico en el agua". Colgó el teléfono, bajó las escaleras que dan a un pequeño embarcadero y, sin pensarlo dos veces, se echó a la vieja barca azul, "toda pocha", allí fondeada y, ayudado por "un palo largo que tengo aquí (y lo saca de entre la maleza)", se dirigió hacia donde estaba el hombre.

La intervención de Miguel fue muy rápida. "Estábamos a dos luces, todavía no era de noche", cuando se metió en el Duero, tras conseguir avistar a quien resultó ser un vecino de Valladolid, cuya desaparición había denunciado un hermano. Al principio se dejaba llevar por corriente, pero después "chapoteaba para ver si podía salir". El hijo del barquero de Olivares no tardó en darle alcance, "le agarré por el brazo y le dije, "no intentes subir aquí porque nos vamos los dos al agua"". El mal estado de la barca podría llevarles a los dos al fondo del Duero. Miguel, que no dejó de hablar al hombre desde que se acercó, logró que siguiera sus instrucciones, "le dije que con la otra mano se cogiera a la barca".

Logró, así, llevarle contra la pared del muro, a escasos metros de la aceña más próxima a la calle, un lugar seguro. "Allí le coloqué de pie, contra la pared, tenía unos 40 años, estaba desorientado". El hombre siguió las indicaciones del barquero, aunque "se me cayó al agua y tuve que sacarle" de nuevo. Hasta que consiguió atraparle, Miguel temió por la vida del hombre porque "la corriente le dirigía hacia las compuerta" que hay entre las dos primeras aceñas de Olivares "y, si el agua le mete por ahí, adiós, se habría ahogado".

Enseguida se montó revuelo en la entrada de la plaza de San Claudio, a pie del Duero. La esposa del barquero, que le esperaba en casa para cenar también se puso en marcha, pidió a un vecino una soga para que su marido pudiera amarrar mejor al accidentado, en caso de que la cosa no pintara bien. Su hermana también se implicó en el resecaste, todas las manos eran pocas para ayudar en el rescate.

Pero, fueron más que suficientes, el extraordinario conocimiento que su marido tiene del río y la habilidad, cualidades heredadas de su padre: es el hijo de "Miguel el barquero de Olivares" quien sacara a cientos de personas de las profundidades del Duero, "algunas con vida".

Y como una muestra más de su generosidad, "le llevamos a mi casa, le secamos y le envolvimos en mantas, tenía los pies amoratados. Lloraba y me daba las gracias". Después llegó el 112.

"Hace tiempo que no entraba en el río", al que Miguel vive apegado, ahora que tiene tiempo, ya jubilado, "no sale de él", dice su esposa. "El último hombre que saqué fue con mi padre, hace años", relata, "un hombre que apareció aquí, a 300 metros de las aceñas de Olivares, y que venía ahogado desde Toro". De eso hace ya más de diez años, rememora. Pero el viejo oficio lo lleva en la sangre, no se olvida.