Melchor Zapata se detuvo. Tan solo un instante. Lo justo para suspirar profun- damente antes de continuar el relato que días antes, según dijera, le había valido un par de maravedís en no sé qué pueblo cercano...

Apenas comenzada la función, usted ya me entiende, señor, el trique-traca entre los fogosos y jóvenes amantes, irrumpe fiero en la estancia el ultrajado marido.

Sucede que, sospechando la infamia, ha- bía simulado la marcha. Tras unos setos aguardó escondido y, cuando sintió sobre su cabeza el aleteo de la noche que bajaba, saltó. Era la señal. Su rostro tenía palidez mortal. Como con sangre los ojos, cuando entró en el molino.

¡Malhadada, seas, Rosalina!, vocifera, fue- ra de sí, en viéndola como Dios la trajo al mundo, tumbada entre los costales... ¡Me has deshonrado, arpía!... ¡Maldita!... ¡Puta!... ¡Condenada!... ¡Voto a tal, te he de matar!

Los improperios son escalofriantes. Los juramentos del molinero, tan terribles que al alma espantan. Tiene la respiración entrecortada. En la boca, espuma. En la diestra, cachicuerna oscura.

El apasionado amante, sorprendido en pleno trajín y sin tiempo para recoger sus pertenencias, huye a calzón quito y salta por la ventana.

La dama, por su parte, se arrodilla. Llora. Suplica. Farfulla un rezo. Clemencia pide. Finalmente, un gemido. Después, nada... Silencio. Tan solo el molinero, pasmado y con la boca abierta, y un como siniestro batir de alas flotando en el recinto.

Así dijo y calló. El comediante había llegado al final de la farsa. Agarró la bota y bebió un trago de aquel caldo rojo y con carácter, no sé si por deleite o por coger fuerzas. En cualquier caso, chasqueó la lengua y se lim- pió con el dorso de la mano.

A veces, continuó, cuando la comedia es bien recibida los lugareños suelen darme en pago cuartilla de vino y pan. Suficiente para seguir camino hasta Zamora. Mi tierra. El lugar en que nací y del que, ha tiempo, salí buscando fortuna.

Recuerdo con nostalgia su corral. Primorosamente torneado, sabe de pasiones más que na- die. Es como un estuche de tocador que guardara las más íntimas confidencias, las de alcoba. Esas que la virtuosa dama no comparte más que con el ardiente amante o, si acaso, en tiempos de arrepentimiento, normalmente en la Cuaresma, con un atónito y anónimo confesor.

Es pequeño, delicado. En mis andanzas por los más diversos andurriales, nunca to- pé nada igual. A semejanza, su planta, de la del Capitolio romano. La envidia de me- dia España. ¿Cómo podría olvidarlo?

Manuel Vallejo y Agustín de Rojas Villandrando, dos de los más grandes, saben bien de lo que hablo. Pero, por si esto no fuera suficiente, en él me enamorisqué una noche de mi mujer, representando.

Resulta que en Zamora caseme con linda comedianta esperando no me dejara morir de hambre, pero, ¡ay!, que para mi desgracia era honrada. Allí me espera, quizás con poca hacienda pero sin verse obligada a pedir limosna como me ha tocado a mí.

Ahora vuelvo a casa y, en tanto pueda abrazarla, sueño con el corral de Comedias zamorano en el que, a fuer de parecer osado, juro por el cielo, ¡vive Dios!, que no tardando, yo, Melchor Zapata, farsante y rechazado por la corte, haré olvidar con los aplausos de su cazuela los silbidos de Madrid.

Y héteme aquí, señor, entretanto. Las medias con más agujeros que un cribo y las tripas rugiendo de continuo. Esperando