Mojaba en la fuente unos trozos de pan. A su lado, varias cebollas junto a un manto recosido y una espada.

Era buen mozo y aparentaba sobre los treinta. El aspecto, demacrado. Las uñas ennegrecidas. El jubón hecho jirones, las calzas descoloridas y barbas en torno al mes.

Me presentó sus mendrugos mojados, por si no fuera servido, y acepté con la condición de juntar los almuerzos. Sin ha- cerse de rogar, vino a ello con mucho gus- to de modo que di en sacar mis provisiones del talego: un par de longanizas ahumadas, medio queso de oveja, un trozo de panceta asada, varias lonchas de cecina y la hogaza de centeno que acababa de adquirir. Todo cuanto traía y, a decir verdad, que no le desagradó. Me miró entre sorprendido y receloso, echó un trago de la bota que le ofrecí y es entonces que comenzó a hablar.

Usted es hombre prevenido, dijo. Yo, sin embargo, me fío demasiado en la fortuna. Soy farsante, señor. Me llamo Melchor Zapata y maldigo mi suerte por casar con comedianta honrada pero hubo un tiempo, ¡vive Dios!, que la gloria me precedía.

A pesar del lamentable estado en que vos me encuentra, he actuado ante reyes y, con ellos, compartido mantel. Mis octavas han sido alabadas por gentil- hombres y ocasión hubo en la que cierto arzobispo, implacable trinitario, aplaudió mis loas a la Virgen nuestra Señora.

Conozco los corrales de media España. Recuerdo, con especial agrado, el de Zamora. En él he representado segundos ga- lanes y papeles de figurón con tanto acierto que hasta los propios condes de Alba y Aliste me elogiaron. Aún retumban en mis oídos los vítores de la grada, toda la soldadesca en pie.

Sin embargo, últimamente, estoy solo y recorro a pie los caminos. Duermo vestido, camino descalzo y en invierno no siento los piojos por el frío. Pero soy libre, ¡maldita sea mi estampa!, y, en tanto cambia la suerte, vivo conten- to. Voy de pueblo en pue- blo y, en llegando, pro- pongo una escudilla de caldo a cambio de repre- sentar en la plaza. De cuando en cuando, hay suerte y me reclaman. Subo, entonces, a un es- caño y cuento la comedia de la pedigüeña que vendía favores a cambio de un brazalete de cobre. A veces, la de la doncella cristiana que languidecía tras las celosías de una alcazaba. Hace semanas, por recitar la de Rosalina me dieron un par de maravedís. La gente escuchó sin pestañear y, al finalizar la farsa, algunas mujeres lloraban. Sucede que un deseo irrefrenable había anidado hacía tiempo en el pecho de la molinera y, cierto día en que el esforzado marido tuvo que ausentarse, pensó llegado el momento de dar suelta a la quemazón. Con un beso en la mejilla le despidió en la puerta pero, apenas la carreta desapareció de su vista, faltole tiempo para llamar a la alcahueta por yacer con su amante. En llegando el joven se agarraron y, sin tiempo para pláticas, tras unos sacos de trigo fornicaron. Jadeaban sudorosos. Tenaz, él. Confiada Rosalina, al aire las carnes blancas, pero, ¡ay!, que el aleteo negro de la noche que caía era lúgubre presagio. El molinero, fuera, aguardaba agazapado tras unos setos. Tenía las pupilas dilatadas. El vello, hirsuto. La espalda, arqueada. Así estaba, señor. ¡Créame!... Presto a saltar.