Continuando la visita, el escenario. La parte más importante del teatro. El de nuestro corral de comedias es pequeño pero cre- cerá aprovechando el callejón de los Gatos. Justamente, en su parte trasera.

Aquí, Mariana Romero ha hecho segundas y terceras damas con grandes aplausos en la compañía de Manuel Vallejo antes de retirarse a las trinitarias descalzas donde tomó el hábito durante un tiempo. También han representado «La Guinda» y la Sandvala y la Isabelona y la Pajarita.

Gozaban, entonces, las farsantes de gran predicamento entre la población. Admiradas y respetadas, era tal su magnetismo que hubo una, La Calderona, que llegó a ser amante de Felipe IV, aquel monarca adicto al sexo que después de más de cuarenta años de desenfreno carnal fue incapaz de engendrar un heredero digno. Tan solo un infante estéril y enfermizo.

Los zamoranos Atilano Ramos, Manuel Juanchín o el Cagaleche, que triunfó como farsante gracioso, conocen bien estas ta- blas. Y Juan España de quien fueron muy comentados algunos de sus lances en tierras portuguesas.

Cuentan que fue en la quinta lisboeta de los Marqueses de la Fronteira, la Capilla Sixtina del azulejado portugués, donde confundió ficción con realidad. Contemplaba ciertos azulejos que representaban una batalla en la que Don Juan de Austria huía de los cintarazos que le atizaba el propio marqués. Fuera de sí, sacó su daga y, al grito de «¡Ah! ¡Perros portugueses!» el bueno de Juan España hizo añicos la fantástica representación. Dicen, los que saben, que salvó el pe- llejo de milagro.

Pero, sigamos. Vayamos hacia esas nubes de papel azulado y un tanto desvaídas que, tras la última representación, se quedaron sobre el tablado clavadas al bastidor. La escalerilla del fondo nos llevará hasta el foso. Tened cuidado con los escalones, están empinados y os podéis caer.

Como veis, el piso es de tierra y el techo tan bajo que nos obliga a andar encorvados. Aquí se encuen- tran los vestuarios de los actores. El ropaje de galán lo mismo viste al tártaro que a un armenio y el de la dama disfruta igual honor. Se acomoda a cual- quier nación. Tanto da el Indostán como el país de las amazonas. De ahí, lo de vestimenta «camaleona». Contemplad ahora esos obje- tos de significado extraño ¿No notáis un magnetismo especial? Son los útiles del artista.

Lanzas de madera, cascabeles, máscaras de la muerte, coronas de lata, candelabros, porcelanas, tocados de mujer con su cabe- llera pegada, flores secas, dos peinetas, un colmillo de marfil, una caja con dos plumas, faldellines, caperuzas, medio rostro de San Pedro, la calva de un hombre viejo, varios cetros de demonio, la espada de un m landrín... Todo vale en la fantasía. Es como si con nuestra mirada esas formas inanimadas hubiesen cobrado vida propia. Como si, de pronto, todos formásemos parte de la misma biografía y compartiéramos ilusiones y desencantos.

Aquí fue donde Josefa de Arce a finales del siglo XVI vistió la saya verde del fondo, la doblada junto al arco de Cupido, para dar vida a una desvergonzada en aquella inolvidable comedia de Agustín de Rojas Villandandro que tanto nos hizo reír con las aventuras amorosas del Caballero del Milagro. «El viaje entretenido» se llamaba.

Estamos bajo el escenario. Huele a sudor y hace calor. Mañana, durante la luminosa función, el maderamen escupirá un polvo denso y aquí abajo, en tanto dure el ensueño, la realidad se volverá irrespirable.