Frente al escenario, encima de los palcos, la cazuela. Un espacio corrido y sin divisio- nes que con el tiem- po se llamaría «paraí- so» por estar muy cerca del techo.

Está reservado a las mujeres y su acceso terminantemente prohibido a los hom- bres bajo multa de diez mil maravedíes. Pena de cárcel, incluso, para el insensato que hiciere oídos sor- dos a la advertencia de la autoridad. Todo por el decoro y la decencia.

Posteriormente a su construcción se crea la figura de la «bastonera». Su función, conseguir que los asistentes se apretujen. A veces, los argumentos no valen y es entonces que se ayuda con un palo. De ahí el nombre. Una particular forma, sin duda, de aumentar el aforo del recinto.

Estamos en el primer tercio del siglo XVIII y es frecuente la prohibición de representaciones en el corral de comedias zamorano. La presión del palacio episcopal es fuerte.

Todo está regulado. El texto de la farsa, el horario de la representación, la gesticulación de los personajes, la asignación de papeles, el vestido de las damas. Algunas compañías están siendo expulsadas, literalmente, de la ciudad por incumplir las normas y se evita que hombres y mujeres asistan juntos a las representaciones.

Son tiempos difíciles para el arte. De recelo y censura para los cómicos por más que su única pretensión sea el divertimento.

El obispo José Gabriel Zapata, trinitario convencido y entrenado para defender la bondad de la doctrina, a espada, incluso, si así fuera menester, en un arrebato de furia sacrosanta protesta airadamente ante el concejo.

Su celo pastoral le ha obligado a denunciar la obscenidad que supone asistir, conjuntamente, hombres y mujeres a las comedias, así como el vestuario utilizado por las volatineras.

«¡Entrando todos por la misma puerta! Juntos y sin distinción de sexo ¡Cómo no habría de escandalizarme!», ruge furibundo... «¿Cuándo se ha visto cosa igual?».

«Y ¿qué decir de las comediantas, sin más prenda que un tone- lete que apenas cu- bre la rodilla?... ¡Bailando descalzas so- bre el tablado! Las piernas al aire, a la vista del público las carnes blancas... ¿Desde cuándo tal indecencia?... ¿Qué fue de las basquiñas que llegaban hasta el zapato?... ¿Qué, de los cubrepiés?».

Ha llegado a tal punto el desmán, es tan grande el escándalo en la ciudad, bra- ma ante la corpora- ción municipal, que se hace necesario ter- minar de raíz con este estado de cosas no siendo que derive en disturbios callejeros. Urge acabar, de una vez por todas, con las situaciones que po- nen en tan grave riesgo a las almas. Se tra- ta de recuperar la sen- satez. Volver al decoro que nunca debió perderse. Exigir a los co- mediantes la compostura que siempre fue. De no acceder a su justa petición, fina- liza en tono amenazador, acudirá a lo que exige su cargo pastoral.

Los munícipes están paralizados. Han escuchado boquiabiertos la diatriba de monseñor y, ahora, se miran ate- morizados. Todos saben de su poder. La furibunda denuncia, como era de esperar, tiene un éxito inmediato. Siguiendo las normas de la corte en lo referente a las representaciones, se llega a un nuevo acuerdo que establece días alternos de función, claramente di- ferenciados para que no haya lugar a dudas. Uno para hombres, otro para mujeres. Por otra parte, se acuerda con el señor obispo que su ilustrísima asis- ta a los ensayos y suprima lo que, bue- namente, le pareciere. Evitada la ocasión se acabó el pecado, debió pensar, satisfecho, el iluminado mitrado. Que ya se sabe lo que aconte- ce cuando la llama arde junto a la esto- pa. Pero... debemos irnos. Se ha hecho tarde. Ya apenas entra claridad por ese par de vidrieras que dan luz al patio. Mañana seguiremos el recorrido. Aún nos falta el escenario.