Sucede que la sevillana Ana de Córdoba, a la sazón actriz de una compañía de comedias, ha pedido la separación de su esposo Fernando de la Torre a causa de los malos tratos que recibe y solicita a la Iglesia la disolución del sagrado vínculo.

Durante toda la mañana hemos asistido al pleito. Los espeluznantes testimonios de los testigos, en su mayoría compañeros de la comedianta, han creado una corriente de simpatía hacia la dama. La vista acabó y el jurado delibera.

Ahora los alguaciles entran en la sala. Detrás, el tribunal solemne y circunspecto. Se dirige a su escaño. Toma asiento.

Tan solo el corregidor permanece en pie. Revestido de la autoridad que le da el cargo, su figura se agranda. De inmediato, acallan los cuchicheos. Respiraciones contenidas. Rostros serios.

Da unos pasos hacia el centro. Despacio, comedido, ceremonioso. Se atusa la barba y recoge las cuartillas que alguien tiende. Bebe agua... ¡Por el santo cielo! ¿Es que no habrá de hablar nunca?

Es, la suya, la voz del Santo Tribunal. Frente al procesado, el corregidor carraspea. Le señala, acusador, y brama con voz de trueno:

«Después de todo lo oído, las declaraciones de los testigos y la defensa de ambas partes, el tribunal dictamina que el susodicho Fernando de la Torre trate bien a la señora doña Ana de Córdoba, de palabra y obra, y ni se le ocurra decir nada en su contra so pena de excomunión mayor».

Así dijo y se sentó.

Los asistentes se abrazan. Por fin, hay sentencia. Doña Ana, la esposa agredida, ha sido reconfortada. Felicitaciones. Gritos. Llantos. Emociones verbalizadas. Deseos en forma de plegaria.

? ¡Arda en el infierno Fernando!... ¡Allá se pudra por maltratador!.. ¡Que nunca encuentre reposo!... ¡Que se joda el muy cabrón!...

A la euforia, sin embargo, sigue tensa calma.

Un sortilegio inquietante ha caído sobre la sala por sorpresa y es como si toda la ciudad viniera a sufrir en sus carnes los malos tratos que, durante años, la comedianta recibió de ese hideputa bravucón. Nadie queda a salvo del hechizo.

Al pronto, llega un extraño aleteo y un fuerte viento que ha bajado de las alturas con afán justiciero entra en el recinto y ocupa los espacios y penetra las conciencias.

Toma forma en un rumor apenas perceptible y con rapidez se extiende en círculos, cada vez más amplios, transformado en cuchicheo. De corro en corro, se agranda. Por momentos, crece incontenible y amenazador. Aumenta la intensidad. Su fuerza, su vigor. Finalmente, se convierte en clamor purificador y estalla.

Es, entonces, un aluvión de insultos la sala. Todos levantan el puño con rabia y amenazan al procesado, al tal Fernando de la Torre que permanece, muy pálido, en el centro de la sala. Llorando su culpa. Solo. Arrepentido. El jubón caído. Las medias agujereadas. Avergonzado y la cabeza baja.

Era el dieciocho de enero de mil seiscientos veintiocho y nadie de los presentes en el litigio había oído hablar de «violencia de género». Jamás. En Zamora no existía, entonces, tamaña maldición.

Tan solo mujeres inocentes y gente desalmada.