En el fondo, ¿a qué saben los premios? Los habrá de todas las clases, según como entren en colisión con quien los recibe. Este que acaba de recibir Jesús Hilario Tundidor sabe sin duda a postergación. Hace ya mucho tiempo que sin forzar nada y de manera natural -y esa es la clave que da sentido a otorgar un premio- el gran poeta zamorano debería haber sido galardonado con el que ahora le dan, el Castilla y León de las Letras. Ha tardado. Se ha resistido hasta dejar en evidencia año tras año a quienes se empeñaban en regateárselo, probablemente alguno de los que en estos días ensalzarán entre pompas -de jabón, claro- una obra que es excepcional desde múltiples ángulos. Por qué no ha sido así llevaría a procelosas explicaciones que aquí no caben. Ni falta que hace. La poesía de Tundidor ha sido reconocida hace ya mucho de ese modo que llega siempre con el sigilo de lo segregado sin trampa. Y hoy sus lectores, sus traductores, sus amigos, sus discípulos nos alegramos porque hemos temblado junto a esas palabras que desde 1960 han ido modelando una oscura, irrebatible emoción en la conciencia de tantos como hemos convivido amparados, sujetados por ellas.

Siempre que he tenido ocasión, he contado por qué considero a Jesús Hilario Tundidor mi verdadero maestro. Corría más o menos el año 1974 cuando lo conocí personalmente; antes ya sabía quién era él por alusiones familiares, por un encontronazo en un ejemplar de ABC, en aquella sección diaria titulada «El rincón de la poesía» -la poesía, ya se ve, siempre castigada-, por querer ir una tarde a hurtadillas a verlo salir de su vieja y húmeda escuela, donde impartía clases. Para mí era el poeta que vivía en mi misma ciudad trajinando las calles arriba y abajo, dejando algún poema de circunstancias en el periódico local, apareciendo intempestivo -a veces fue así- en algún acto de naturaleza literaria. Cuando nos conocimos, a propósito de algún asunto de insensatez juvenil por mi parte, tuvo la deferencia de hacerme su amigo, algo que a mí no me cabía en la cabeza. Él era el poeta. ¿Por qué, entonces, aquel gesto de insólita cercanía? Pero fue así. Y durante un tiempo, no bien habíamos terminado de comer en casa, sonaban unos timbrazos que me reclamaban. Nos íbamos los dos a andar, habitualmente por Valorio. En ocasiones, nos acompañaba su amigo Elisardo González Crespo. Me habló en aquellos días de fray Luis de León, recitándome a ratos poemas enteros suyos; me aconsejó sobre lecturas (recuerdo cuánto empeño puso en que leyese a Leopardi), me descubrió a Eliot? Una vez que habíamos coronado un teso, él, incansable, se resbaló sobre la tierra llovida y estuvo a punto de caer; al alzarse, se miró las manos, manchadas de barro rojizo. «¡Mira -me dijo mostrándomelas-, de esto estamos hechos por aquí, esto somos, ya ves!». Yo lo escuchaba todo asombrado, le seguía como podía, le preguntaba? Al final podíamos acabar cenando en un figón llamado «Los Hermanos», cerca de la Plaza Mayor. O me llevaba a su casa para pasarme algún libro del que me acababa de hablar y que yo desconocía?

Ese fue mi maestro, el que me desveló la sutura invisible que hay entre la vida y la poesía. Luego, con el tiempo, sobre todo cuando ambos nos fuimos de Zamora, su persona fue siendo sustituida por su poesía, una poesía que no se concebía si no se ponía en guardia al leerla tanto la exploración como la emoción. Así escribía él. Recuerdo la impresión profunda de poemas de «Tetraedro» como «Después de aquella tierra», «Unos pájaros han pasado» y, sobre todo, «Después que cae la sombra», uno de los poemas de mi vida. Fue ese libro el que se me fue desvelando, mejor que ningún otro, en libros posteriores, pues en «Tetraedro» se abre un haz feraz de propuestas poéticas que acabaron por adquirir raigambre luego, en el extraordinario «Construcción de la rosa», en «Mausoleo», en «Las llaves del reino» o en «Fue». La palabra ha ido adquiriendo una tensión progresiva en la evolución poética de Tundidor pero siempre me ha atraído indagar en el sustrato inagotable de «Tetraedro» cuando me encontraba con poemas exigentes de lenguaje y de fidelidad al chispazo de la vida y a una tierra que el poeta ama con pasión («De roca, musgo y ánima/ este duro paisaje»), aun en esa áspera elementalidad que la caracteriza. Una tierra que tiene en él al gran artista que la canta con palabras.

Como Díaz-Caneja en esos cuadros de invertebrada luz suspensa, como Mezquita en esas raíces de espeluznante belleza, como Antonio Pedrero en ese hieratismo que deja al tiempo inmóvil, cuajado en los gestos humanos de la estupefacción, la poesía de Jesús Hilario Tundidor, hoy reconocida con el más entrañable galardón que él pudiera desear, vuelve a alzar su estatura absoluta aunque sea para recordarnos, como en aquel poema suyo, que «estamos hechos/ de sueño y polvo y humo y aire». La alteración del conocido verso de Góngora no es azarosa. Ahí termina la vida: en el aire y no en la nada. Vitalismo terminal que hace repicar hasta el fin el sonido antiguo de las palabras contra la sustancia extraña de la existencia. Siempre fue así. Hoy nos hemos juntado todos un poco más para reconocérselo de nuevo.

Gracias, maestro. Mi maestro.