Don Agustín, como llamábamos a Agustín García Calvo, sus alumnos del Instituto de Enseñanza Media Claudio Moyano, el «Insti», allá por los finales de los años cincuenta, estaba en su recién estrenada treintena de años y para nosotros, sus alumnos que estábamos en poco más de nuestra decena, fue, sobre todo, un magnífico profesor de latín.

Curiosamente, las necrológicas y obituarios destacan sus facetas, de filósofo, de poeta, de pensador, de ácrata, de provocador, de contestatario, de autor de la letra del himno de la Comunidad Autónoma de Madrid:

«¡Madrid, uno, libre, redondo, / autónomo, entero! / Mire el sujeto / las vueltas que da el mundo / para estarse quieto».

De catedrático de universidad, de expedientado en el franquismo, de traductor, de filólogo, de conocedor de la cultura clásica, o de pionero del «Crowdfunding» cuando hizo colecta popular aun sin Internet para algo de hacienda. Pero no se menciona que fue un magnífico profesor de instituto, en los tiempos en que la buena enseñanza solo necesitaba buenos profesores.

Luego vino la mediocridad, cuya causa principal no parece ser que el presupuesto que se le dedica sea el 5% o el 6% del PIB, entonces no sabíamos lo que era el PIB, o que haya 40 alumnos por clase, nosotros éramos más, o que no haya calefacción, nosotros teníamos sabañones y estufa que solo quemaba malos olores, o disponer de ordenadores, vídeos u otras maravillas tecnológicas, nosotros solo teníamos pizarra y tiza, o que los pobres alumnos se vean sometidos a la crueldad plástica del «tupper» en el comedor, nosotros solo teníamos fiambrera algún domingo y en laborables el sabor artificial y rarísimo de la leche en polvo de la ayuda americana, pero sí tuvimos buenos profesores.

Quizás por olvidar que lo fundamental para la buena enseñanza es tener buenos profesores, como don Agustín, llegó la mediocridad. Enseñar, además de conocimiento y aptitudes, es arte y profesión que requiere, por supuesto, conocimiento y competencia, pero muy especialmente requiere vocación, no puede ser una ocupación de descarte, que fue lo que en buena parte pasó a ser, cuando miles de licenciados que no habían pensado en enseñar, pasaron a ser frustrados profesores, no por vocación, sino por ser la única salida alcanzable.

Y ello, produjo tres efectos: bajó la calidad de la enseñanza por más dinero que se le destine, bajó también la altura ética de la instrucción pues los frustrados enseñantes de descarte inevitablemente transmitían a sus alumnos una cierta amargura respecto del indispensable papel de la excelencia humana en la sociedad, en la que no se habían realizado, y además, en cuanto pudieron, muchos de ellos, zas, se zambulleron en la política, el principal ascensor social de la democracia, constituyéndose en una de sus mayores canteras, lo que lamentablemente no llevó a gobernar a los mejores.

Por eso en aquella época, a pesar de muchos otros sinsabores, tuvimos suerte, porque en aquel «Insti», instalado en el que es uno de los mejores edificios civiles de Zamora, disfrutamos de profesores legendarios como don Agustín García Calvo, que nos daba latín y nos hizo sospechar aun a los que nos íbamos a ciencias, de la enorme profundidad y vigencia de la cultura clásica.

Con su enseñanza y su maestría, el latín era la madre de todas las lenguas y de todo el saber, palabras, frases, sentencias, oraciones, volando de su mano por el encerado envueltas en nubes de tiza y declinadas por su magisterio, se posaban en el lugar exacto y, entonces: ¡Oh, maravilla!, la frase, arcana hasta entonces, adquiría el sentido y la belleza lógica de la sintonía entre concepto y palabra, del acorde entre pensamiento y lenguaje y oíamos a César y a Nerón y hasta la pisada orgullosa de las legiones y el rugido temeroso de los leones del Coliseo o al senador ese que desempeña en alguna película en blanco y negro el actor británico Charles Laughton y, al que estando reclinado en su triclinio, le anuncian que ha llegado y quiere entrevistarse con él un joven que viene de la Galia, añadiendo el anunciante: «Es un joven muy inteligente y muy honesto y quiere hacer política» y el senador romano le responde, «pues con esas dos cualidades poca política va a hacer» .

Don Agustín García Calvo fue un pensador lúcido que anticipó muchas de nuestras zozobras, como su ridiculización de los flipados, sean pretendidos lidercillos nacionalistas o «Robin Hood» de pacotilla que siguen con su machaconería, intentando crear nuevos rebaños para los que sorprendentemente sigue habiendo estúpidas ovejas a dejarse ordeñar en su modorra bajo uniformadas camisetas o banderas, cuando decía que los trazos de la suya eran los retazos de aire que había entre los jirones, o su «Manifiesto de la Comuna Antinacionalista Zamorana», con su apuesta por el ferrocarril y en la que creo recordar que dice: «Que la primera obligación de todo gobierno es disolverse», máxima que hoy parece adquirir toda su vigencia o sus dramáticas dudas sobre la planificación urbanística, expuestas en un memorable artículo titulado algo así como «Segovia, ¡Que te planifican!» en el que ya preveía y advertía de los excesos y errores a que tales artefactos podrían llevamos.

Pero de todas sus brillantes facetas, hoy, que se nos acaba de ir su pensamiento singular y provocador, quiero reconocer y recordar a don Agustín en aquellas clases del «Insti», con la juventud de sus treinta años, haciendo volar por las pizarras su latín magistral de la mano de su tiza experta, sobre todo, porque fue un buen profesor, en aquellos tiempos en que la buena enseñanza solo necesitaba buenos profesores.