Tres nombres: el Teniente General Pablo Morillo, el jesuita e historiador Quintín Aldea y el escultor Ramón Abrantes. Unidos, aunque tan distintos, en un valor-creencia: la integridad ética. La memoria del militar fue rescatada por el historiador, quien promovió la iniciativa. Hacía falta, entonces, que el escultor le diese forma. Y se puso a la tarea. Realizó un centenar de dibujos y un pequeño boceto. La muerte, que se viene tan callando, dejó inacabado el trabajo artístico. Otros, ateniéndose a aquellos apuntes y a su espíritu, lo continuaron con altruismo. Y la rememoración es obra: una escultura de aquel paisano de Fuentesecas (1778-1837) que "dio pruebas de inteligencia y valor". Esa efigie del soldado que "sentó plaza" de heroísmo, permanece en un taller, al cuidado de un buen discípulo del creador.

La sentimentalidad daña a la verdad. El olvido comete injusticia con la verdad. Son, ya, casi dos años de espera (¿acaso no estaba previsto un acto académico e institucional el 24 de agosto de 2007 en el Ayuntamiento para la entrega oficial de la escultura?, ¿acaso no han concluido los trabajos urbanísticos de la zona donde se pensaba instalar la obra?). La escultura no costó ni un duro, ni un euro, a los ciudadanos. Fue un regalo -pocas veces se ha visto algo igual- a la urbe. La iniciativa había partido de Aldea Vaquero, sabio y generoso, como los verdaderamente grandes. «El historiador tenía una idea: crear, en la avenida del Cardenal Cisneros, una galería de personajes importantes en el pasado» del burgo o de la nación. Uno era Pablo Morillo, que venía del pueblo y no de la aristocracia, como imponía la norma. No le faltaban méritos. Y se recuperaba su memoria.

El Consistorio aceptó la propuesta. «Antonio Vázquez, el anterior alcalde, se fijó en Ramón Abrantes, que no contaba con obras en la ciudad. No sé en qué momento se le comunicó, pero ya debía encontrarse enfermo. O no debía hallarse lo bien que requería para afrontar tal labor. Realizó muchísimos dibujos, quizá con la esperanza de la mejoría», explica Ricardo Flecha, escultor y profesor de la Escuela de Artes, que coordinó los trabajos para la realización de la obra. A la muerte de aquél, el 18 de agosto de 2006, se comprobó la existencia del material: un centenar de dibujos. «Sobre las medidas, la ubicación? Lo dejó planificado». Esa documentación artística permitió, después, la realización de la escultura. Así, sólo se trató «de seguir las indicaciones hechas. De altura, dimensiones, formas, localización. Todo aparecía especificado». Por eso no resultó empresa imposible. Además, «legó un pequeño boceto», en barro. Cierto: no era el definitivo. Hubo que realizar otro, que, ampliado, y manteniendo la fidelidad al primigenio, daría lugar a la escultura, que cabe incluir, estilísticamente, en la primera etapa de Abrantes.

Flecha Barrio considera que existen «muchos sitios donde podría instalarse esa estatua de Morillo». Sin embargo, no los desvela. Rehuye decir eso de "aquí sí". Por el contrario, sabe bien, y lo expresa, «dónde no se puede ubicar». Porque «todas las esculturas están mal colocadas, excepto Viriato. No puede hacerse a un metro del suelo, y algunas se hallan a 30 centímetros. Esas piezas se realizaron para contemplarse desde lo alto, y en medio de una plaza. No se deben aproximar a una pared». Si ésa es su tesis, la figura del militar zamorano sólo estaría bien en un espacio abierto, «céntrico», y situada en plano elevado. Y, entonces, se atreve: «El parque Eduardo Barrón, la zona de La Marina, la plaza de Alemania, la isleta de Víctor Gallego? El Ensanche, lo que fue la modernidad. Porque -lo digo porque no es creación mía- es de las mejores obras que existirán en la ciudad. No tiene porqué ubicarse en el Casco Antiguo». Además, llevar «todo a ese emplazamiento constituye un error».

Abrantes era discreto en su llaneza, en su sentida cercanía al pueblo, y «celoso con su trabajo». Laboraba en silencio, no propendía a mostrar sus creaciones, que llenaban su taller. «Le habían hecho muchas putadas, y, al final, no confiaba en casi nadie». Le dio muchas vueltas a la iconografía del militar zamorano, trabajo que mandaba un realismo sobrio, pero vigoroso. Su última etapa creativa aparecía más cercana a esos presupuestos estéticos. «Era muy distinto si se enfrentaba a una obra figurativa que si lo hacía a otra con connotaciones abstractas, tal vez oníricas. En la época postrera, comenzaba a retomar ciertas formas realistas». Siempre cabe plantearse una hipótesis: ¿cómo hubiera "efigiado", finalmente, al General? «Yo no sé si habría sido así, como ahora aparece. Posiblemente, no. Esta obra se basa en sus proyectos. Salió de su mente, pero no salió de sus manos». La paternidad está ahí, aunque -de poder--el autor habría acentuado esto o mitigado aquello. El público guarda otras imágenes: esas "maternidades", esas formas exentas. Y tal circunstancia hace más grande a un creador: es él mismo en sus variaciones.

Del dibujo a la fundición. «La obra estuvo muy vigilada por el profesor Quintín Aldea. Llegaba y, con criterios históricos, decía: "la medalla no vale, tiene que ser de esta manera; el sable debe presentarse de tal forma"». Los detalles han sido cuidados al máximo. La estatua no traiciona ni el espíritu ni la creación de Ramón Abrantes, reflejada en sus bocetos, si bien existen algunas aportaciones, leves pero significativas. Javier Galán, escultor madrileño, amplió la obra, que fue hecha por Fundiciones Artísticas del Sur en Antequera (Málaga). «Se eligió porque era el taller utilizado por Ramón».

El experto se fija, en un momento, «en la contraposición de Ramón y Lobo», amigos. Uno y otro «vivieron una misma época. Con una diferencia: Ramón hubo de luchar con grandísimas incomodidades. Fue escultor a pesar del cainismo que suele existir en la colectividad zamorana. Lobo lo tuvo más fácil. Vivió el exilio, pero amparado por Picasso. El que se quedó aquí, trabajando, sufrió las dificultades por sus ideas. Se ha hecho un icono de Lobo como un luchador por las libertades, y, sin embargo, fue Ramón quien se comprometió».

Tres nombres (Pablo, Quintín, Ramón): ninguno tenía que ver con el otro. La milicia, la historia, el arte. Existencias: en los campos de batalla, en la investigación documental y la docencia, en la creación. Cada uno por su lado. Un proyecto unió sus nombres. Concluido. A falta, únicamente, de una decisión municipal. Porque gobernar también es, alguna vez, recordar a los mejores. Sin fuegos artificiales, tan engañosos, que duran lo que duran, pero sí con testimonios de su paso por la vida? Zamoranos: ¿los que primero olvidan a los suyos? No quita.