Se cumple ahora el bicentenario de la Guerra de la Independencia (1808-1814). Si hace un siglo Zamora lo celebró por todo lo alto, en esta ocasión la efeméride ha pasado sin pena ni gloria. Las razones aquí no hay que buscarlas en el rechazo que la fecha produce en otros lugares, ahítos de nacionalismo secesionista, sino más bien en la ignorancia de lo que significó aquel período de nuestra historia, unido, claro está, a la abulia cultural en la que nos movemos.

El I Centenario, 1908

Fue José Fernández Domínguez quien, para conmemorar el primer centenario del 2 de mayo, propuso trasladar los restos de Juan Nicasio Gallego a Zamora y erigirle un mausoleo y estatua. Como en otras ocasiones al asunto se le dieron largas, aunque a la iniciativa, alentada por el director de El Heraldo de Zamora, Enrique Calamita, se sumaron también las redacciones de El Correo y El Duero, y la Sociedad Juventud Zamorana. Con cierta precipitación y escasos medios pudo formarse una comisión que preparó un discreto programa de festejos, al que prestaron su ayuda Ayuntamiento, Diputación, Gobierno Militar y Obispado. En la mañana del sábado 2 de mayo de 1908 la ciudad se despertó al toque de músicas populares. Hubo después misa de campaña en el templete del Paseo de Requejo, con asistencia de autoridades y corporaciones. Terminada la función religiosa, en su extremo, se descubrió una lápida colocada en la recién trasladada Puerta del Pescado con la siguiente inscripción: "Arco de la Independencia en el primer Centenario de tan gloriosa epopeya. II Mayo MCMVIII". Obviamente no faltaron los discursos y el desfile. Por la tarde, tal y como refiere la crónica, hubo reparto de pan a los pobres, y romería popular en el Campo de los Cascajos, con animados bailes. En la noche, fuerzas del regimiento, carabineros, guardia civil, bomberos y camineros, ofrecieron una vistosa retreta, dando por concluidas las fiestas, aunque todavía el día 4 se celebraría en la catedral un solemne funeral por los héroes de la Independencia.

La Guerra

Pese a la lejanía de la fecha y a su patrimonialización política por todos, la Guerra de la Independencia, es de los pocos hechos de nuestra historia recordados, si bien en gran medida desconocido. A ello hay que añadir que no ha interesado demasiado a la historiografía local, aunque sería injusto obviar los pocos e interesantes estudios con los que cuenta. El interés por conocer lo sucedido durante la ocupación francesa fue temprano, y así ya en 1815 el Consejo de Castilla encargó a los Ayuntamientos glosasen la historia de los servicios prestados a la corona en tiempos del llamado "gobierno intruso". La redacción aquí en Zamora corrió a cargo del regidor Martín de Barcia y del diputado del común Juan Martín Sánchez, imprimiéndose en la oficina de Vallecillo. El documento lejos de contar la verdad, tergiversó los hechos, con el fin de no cuestionar el patriotismo de los zamoranos. El historiador zamorano Cesáreo Fernández Duro lo utilizó al hacer balance de aquellos difíciles años, con similar propósito. Hecho que motivó la respuesta airada de Rafael Gras y de Esteva, en su libro "Zamora en tiempo de la Guerra de la Independencia, 1908-1914" (Madrid, 1913).

La obra de Gras constituye, hasta la fecha, el más importante esfuerzo realizado por reunir todas las fuentes para el conocimiento del periodo, con el loable fin de desenmascarar la maquillada versión oficial. De entonces para acá se han hecho varias síntesis, destacando entre lo más reciente y serio el capítulo que Matilde Codesal Pérez le dedica en su tesis doctoral: "El Ayuntamiento de Zamora en la Monarquía de Fernando VII, 1814-1833", (Salamanca, 2006).

Los franceses en Zamora

Cuando en los primeros días de febrero de 1808 pasaron por Zamora tropas francesas camino de Portugal fueron recibidas cordialmente. En los dos meses que duró su estancia se atendió diligentemente a su alojamiento, echando mano de los fondos de propios y practicando las primeras requisas entre el vecindario, que habrían de inaugurar una larga serie de forzosas exacciones. Las fuentes nos hurtan conocer qué sucedió tras el estallido de cólera del pueblo de Madrid el 2 de mayo. Si bien parece que nada alteró la vida de la ciudad, gobernada por un sumiso Ayuntamiento, más preocupado por el orden que por combatir al invasor, recibiéndolo, llegado el caso, con el "mayor afecto y esmero, sin dar motivo a la menor queja". Pero, frente a la docilidad y servilismo de las autoridades, el malestar estaba en la calle, por la que se propagaban "voces con fines siniestros".

El estallido popular

La sucesión de algunos acontecimientos, como el nombramiento de los representantes para la Asamblea de Bayona, la llegada de órdenes que obligaban al envío de dinero a la corte, y las noticias de la insurrección de Valencia, provocaron en Zamora el levantamiento popular. Comenzó con algunas protestas que fueron inicialmente controladas, si bien el 31 de mayo, a primera hora de la tarde, una "chusma de hombres y mujeres" - en palabras del corregidor - se personó ante la casa del gobernador militar reclamando la entrega de armas, y su rechazo a que saliesen fondos de la Tesorería. El tumulto inquietó a las autoridades, aunque no cambió su actitud complaciente con el poder, lo que exasperó aún más los ánimos, hasta el punto de provocar un nuevo episodio de cólera popular. En la mañana del 2 de junio, celebrando el Ayuntamiento sesión extraordinaria en casa del corregidor para dar cumplimiento a varias órdenes: "se oyó tocar a rebato el reloj y campana de la queda", y saliendo los regidores a ver lo que sucedía "se presentó atumultuado el pueblo con tambor bandera y grande gritería", exigiendo quemar las órdenes recibidas. Esta misma mañana hubo otro altercado ante la casa del regidor designado para acudir a Bayona, al que la turba amenazó de muerte si se atrevía a salir de la ciudad; siendo asimismo coaccionado el depositario del papel sellado. Nada pudo calmar la ira popular, y viendo "que ya por algunos se empezaban a acoger piedras y amenazar con ellas a la casa del Sr. Corregidor y habitación en que estaban reunidos", a regañadientes, se accedió a las peticiones de los amotinados, formándose a la sazón una Junta de Armamento y Defensa.

La escaramuza de Villagodio

Constituido este nuevo órgano de gobierno comenzaron los preparativos para la defensa de la plaza, si bien las sucesivas derrotas de las armas españolas minaron su ya de por sí escasa moral patriótica y eficacia. El anuncio, en julio, de la llegada de varias unidades del ejército francés que operaban en Castilla la Vieja, pese a las garantías ofrecidas por el General Bessiéres de no emplear la fuerza, sembró el miedo, provocando el abandono masivo y caótico de la ciudad. Sin embargo, la derrota francesa en Bailén aplazaría la entrada de los franceses hasta los primeros días de enero de 1809. Cuando la víspera del día de Reyes se supo de su proximidad, un grupo de paisanos al frente del comandante del resguardo, Agustín Manso, de forma casual, se topó con una avanzadilla francesa, a la que tomaron algunos prisioneros, piezas de artillería y caballos. En medio del alborozo y sobrevalorando sus posibilidades, contra el parecer de los militares, decidieron hacerles frente junto al Puente de Villagodio, siendo reducidos a sangre y fuego por los veteranos soldados de la División Lapisse. En el campo de batalla quedaron ciento treinta muertos, siendo asimismo elevado el número de heridos. Cuatro días después Zamora era tomada sin resistencia.

La ocupación

Tras el desastre de Villagodio se inició un período de ocupación que se prolongó hasta fines de agosto de 1812. Durante estos tres años y medio todo se subordinó a las necesidades de la guerra. Zamora recuperó su condición de plaza estratégica -ahora revalorizada por los planes de conquista de Portugal- siendo lugar obligado de tránsito y acuartelamiento de tropas. Esto significó la imposición de un codicioso sistema fiscal, necesitado de constantes recursos, que hizo estragos en la hacienda estatal y municipal, y sumió en la pobreza a las clases populares. La actitud de las autoridades zamoranas para con el nuevo poder siguió siendo de colaboracionismo, con pocas excepciones. El pueblo se mostró asimismo forzosamente dócil - ya lo era antes frente a la sociedad del privilegio, aunque soportó peor la escasez y carestía de los productos de primera necesidad y el injusto sistema de arbitrios que gravaba su consumo. La presión fiscal se volvió insoportable para todos, también para los grandes hacendados y el clero, que no obstante aguantaron mejor las continuas exacciones. En esta guerra de rapiña los que más perdieron fueron los frailes, a los que se exclaustró, nacionalizándose sus propiedades. Al ocuparse sus conventos -sometidos al saqueo y pillaje- se perdió una importante y singular parte de nuestro patrimonio artístico. La Catedral sirvió temporalmente de almacén, siendo fundidas algunas de sus campanas, rejas y verjas del atrio. Las de otros edificios religiosos corrieron igual suerte. Para hacer frente al pago de contribuciones muchas parroquias tuvieron que vender o pagar con vasos sagrados y otros objetos litúrgicos de valor. También el Ayuntamiento, para atender al pago de salarios de sus empleados, se vio en la necesidad de enajenar la plata del oratorio, cruz, lámpara y escribanía.

Cuando en el último día de agosto de 1812 los franceses evacuaron temporalmente Zamora, la presión contributiva no disminuyó. La ausencia de los invasores propició el cambio institucional al sistema liberal, jurándose la Constitución, si bien no hubo tiempo para que las reformas se consolidasen. Además para cubrir su retirada, en noviembre de 1812, la artillería inglesa, por orden de Wellington, destruyó un arco del puente, dejando la ciudad incomunicada por el sur. La vuelta de los franceses en noviembre, pese a encontrar mayores dificultades para atender la maltrecha administración municipal y otros ramos, no supuso el fin de las requisas. Cuando el 31 de mayo de 1813 salieron definitivamente los franceses de la ciudad las penas no se fueron con ellos, pues el paso de contingentes armados españoles y aliados mantuvo el rapaz sistema recaudatorio. Poco a poco la vida volvió a la "normalidad", es decir a la situación anterior a 1808. Por si había alguna duda entre el 11 y el 17 de mayo de 1814 una revuelta de claro significado político, apoyada por los mandos militares del regimiento de plaza, vino a corroborarlo. El día 12 dos oficiales del Regimiento de Compostela, con la ayuda de un grupo de menestrales, picaron la placa de la Constitución de la Plaza Mayor, destituyeron al ayuntamiento constitucional y repusieron al absolutista. Una procesión con el retrato de Fernando VII, al que dieron escolta fuerzas de caballería e infantería, recorrió las calles principales, concluyendo con su entronización en el consistorio con un rótulo que reconocía su soberanía: "Plaza del Rey: viva la Majestad del Sr. D. Fernando VII". Comenzaba una nueva época en la que ya nada volvió a ser como antes.

Aunque la gesta de los zamoranos no forma parte de los lugares míticos de aquella guerra - que aquí también se cobró sus muertos y se cebó con los más débiles, sí merece ser conocida. Como sucedió en otros lugares la defensa de la nación quedó en manos del pueblo, que por ser el que más puso, fue también el que más perdió. El "patriotismo" de los poderosos -nobleza, clero y burguesía- surgió cuando los franceses pusieron en peligro sus bolsillos y privilegios. Lo dicho, que aquella guerra fue aquí una lucha desigual y resignada de resistencia al saqueo.