Sobre los escaparates de la calle Feria el sol de agosto cae a plomo. Sólo eso permanece invariable en el largo siglo de la historia comercial de este lado de la ciudad, cuyos entresijos desgrana la novela homónima de Tomás Sánchez Santiago. A través de sus páginas, la memoria colectiva del barrio ha vuelto para instalarse en alguno de los locales que ha sucumbido en la guerra abierta que sostienen para sobrevivir en el oficio los herederos de Joaquín Lorenzo, Manahem Ramos, Santiago, Paulino, Paco, Palmira y tantos otros personajes que han vuelto a revivir alentados por la narración del escritor zamorano. Son descendientes de una estirpe que intenta zafarse de la competencia surgida en forma de comercios de chinos y mercadillos, que ellos, a su manera de ver, entienden desleal, y de las grandes superficies que han dinamitado la relación personal con el cliente.

«Aquí lo que entra es gente mayor. La gente joven es la que suele pasar, se pone directamente a mirar y en cuanto le preguntas "¿qué desea?", se marcha sin más contemplaciones», afirma Maribel Lozano Lorenzo, nieta de Joaquín Lorenzo, el fundador de "Las Tres Tiendas", apostada en el esquinazo de la Costanilla de San Bartolomé desde 1925, como reza el cartel instalado en el comercio. «Ahora ya ni dan los buenos días», apostilla su esposo, Rafael García. Rafa departe con un parroquiano apoyado sobre el mostrador de cristal bajo el que se exhiben diminutas chaquetitas de perlé para bebés. Un hombre mayor, como de edad avanzada es el cliente que requiere a Maribel para hacer la prueba de un pantalón, «Anda, que tú entiendes más de esto». Pero todo este microuniverso residente en una veintena de negocios apiñados en menos de cien metros de largo parece tener los días contados.

Oficialmente, la calle Feria se extiende a partir de la calle Laneros hasta desembocar en la avenida del mismo nombre. Su modesta prosperidad comercial nació al abrigo de la cercanía del ferial y de la parada de los coches de línea que traían a la ciudad a las gentes de los pueblos de Aliste, Sayago, de Sanabria, y que se adentraban en la calleja en busca de aperos para el campo en "El Sayagués", de una camisa nueva, algún artículo de ferretería en "La Llave" o "El Candado" o de un corte de pelo. Luego estaba la clientela del barrio, que recorría las ya desaparecidas carnicería, pescadería o la frutería donde atendía Palmira, la novia de Paco, el peluquero que atendía justo enfrente, aunque es dudoso que entre sus encargos figuraran las trenzas y las extensiones, como asegura en un cartel el peluquero actual. Como en la novela, ese noviazgo se hizo eterno, pero con tintes menos dramáticos que en la ficción. En la calle todavía recuerdan como Paco acudía, solícito, a visitar a su novia hasta el final de sus días, cuando estaba ingresada en una residencia de ancianos. No fue la única historia de amor que se vivió en la Feria.

Quizá la estrechez de la calle facilitaba entonces aquellas vidas entrecruzadas. Las sucesivas reformas llevadas a cabo en distintos años lograron ensanchar aquella calleja casi de juguete que obligó a retirar el toldo instalado en la drogería de Manahem (que se siente de la Feria aunque oficialmente pertenece ya a la contigua calle del Riego) «porque se lo llevó el autobús por dos veces». Miguel Prieto entró a los 14 años, en 1968, como aprendiz en la droguería que regenta desde que falleciera su dueño anterior. La firma de Manahem Ramos reluce todavía en letras blancas sobre la vitola roja del cartel. La familia Ramos carecía de raíces hebreas que justificasen aquel exótico nombre, impuesto por su padrino, un tío carnal que trabajaba en la Biblioteca Nacional, en Madrid, y que puso como condición para llevarlo a cristianar elegir la onomástica de uno de los reyes de Israel.

Prieto ha conservado casi intacto el interior de la tienda, con sus estanterías de madera y su mostrador acristalado. Todo tipo de envases y botecitos ha sustituido a la venta de productos a granel: pintura, amoníaco, aguarrás o petróle. Las mercancías, transportadas en carro desde la terminal de Renfe, que también hoy languidece, no aguardaban detrás del mostrador. El escaparate estaba directamente en la calle y ofrecía estampas que ya no han vuelto a repetirse como la Costanilla llena de trillos a la venta por San Pedro. Se abría a las 9 de la mañana y la señal de salida de la actividad la marcaba el dependiente de la tienda de "Tejidos Manolo", la primera de la calle, cuando salía a barrer las escuetas aceras a la espera de los clientes que, medio siglo después, repiten procedencia. «Todavía vienen muchos de los pueblos de alrededor, sobre todo por la mañana. Nuestra clientela ha variado poco», asegura Miguel Prieto. El actual propietario decidió conservar la firma original, a pesar del traspaso. En el comercio, el nombre, el buen nombre, tiene una importancia trascendental, ganada a pulso durante años de trabajo. Lo sabe por propia experiencia José Martín Peña que, cuando hace veinte años se hizo con la tienda de calzado, decidió conservar el nombre de la zapatería José Sánchez. En la primera planta vivía la familia del propietario anterior y allí vino al mundo Tomás Sánchez Santiago.

El reto de los nuevos tiempos

Los vendedores temen la competencia que supone la llegada de las tiendas de chinos a la calle, de los mercadillos ambulantes y, sobre todo, de las grandes superficies.

El olor a cuero del taller que rememora en su libro el escritor zamorano ha sido sustituido por el de la suela de goma de los cientos de modelos de zapatillas que se apilan en las estanterías de la tienda y de la trastienda. De los 16 operarios con los que llegó a contar, sólo uno, el Florencio de la novela, vivió la nueva etapa.

«Era él el que me insistía en la razón por la cual no cambiaba el nombre de la tienda. La gente entraba y siempre me preguntaba: "¿qué tal tu padre?" y yo respondía sin más, "bien", sin deshacer el malentendido. Un día, cuando un cliente me hizo la consabida pregunta, yo le respondí: "Mi padre está bien, gracias, pero no es don José Sánchez". El hombre no dijo nada, avanzó con la compra que había hecho y ya en la puerta se volvió y dijo: "Pues si no sois los de siempre, vamos a cualquier sitio?". ». Florencio tuvo que resignarse ante la evidencia. Permaneció en la tienda hasta su muerte, a los 65 años. Había empezado a trabajar a los 13 y hasta el último de sus días fue conocido como "el chico". Allí se conserva también la vieja balanza donde se sigue pesando el material para reparar calzado que compran particulares: «Hay muchos jubilados que se reparan sus propios zapatos. Porque disponen de mucho tiempo y de escasos recursos».

La fidelidad es cosa de dos. A las puertas de los más veteranos comercios de la calle Feria, varios de ellos centenarios, asoman desde hace decenas de años los mismo rostros: «Gente de 40 años para arriba», especifica el zapatero, que confía plenamente en lo que el vendedor ofrece. «Normalmente, antes entraban y preguntaban primero por el precio: "Dame una cosa barata". Ahora ya no, compran y pagan».

Los asiduos no acuden sólo por necesidad material. Los comerciantes dominan el arte de la conversación y la barrera del mostrado llega a ejercer de confesionario. «Eso sí que se echa de menos. La gente venía a hablar, te contaba su vida, sus problemas. Y tú le prestabas oído, le dabas consejo», afirma, nostálgica, Maribel Campano Lorenzo. De los tiempos del abuelo se conservan en la tienda cuatro gruesos volúmenes de apuntes con cantidades por cobrar que, céntimo a céntimo, peseta a peseta, «sumarán cerca de las 200.000 pesetas de hace 25 años. El género se pagaba a meses y eso permitía que la gente de San Lázaro pudiera llevar las cosas. Pero eran honrados, llegaban y pagaban. Siempre hay de todo, pero la mayoría paga puntual». A la sombra del comercio de Lorenzo se formaron como aprendices algunos de los comerciantes de más renombre de la ciudad: Paulino, Fabri, Gregorio Ríos?

Hasta que no se construyó la cuesta del Bolón, la Puerta de la Feria era el paso obligado desde los arrabales de San Lázaro. Riego arriba subían las modistillas y las trabajadoras de la fábrica de Reglero. Los recuerdos se apelotonan en la memoria de los vendedores, vuelven antiguas imágenes como la de Manolo Monterrubio, uno de los tres hermanos de la sastrería, «siempre en vespa y en manga corta, incluso en invierno».

La relación entre los comerciantes de la calle es cordial, todavía se juntan algunos a jugar la partida, pero el espíritu gremial que tan bien reflejan las páginas de Sánchez se ha evaporado a medida que han desaparecido los lugares emblemáticos de reunión como el bar Turis. «La gente se ha vuelto más individualista. Antes, a lo mejor se presentaba aquí el de "Tejidos Manolo" a pedirnos algún artículo que se le había acabado. Ahora cada uno va a lo suyo», explica Rafael García. Aunque José Martín Peña afirma que hay una parte de ese espíritu que aún resiste: «Barquero, el confitero, me regaña cuando pongo el cartel de "vuelvo en cinco minutos" si voy a tomar café. Dice que nunca puede desatenderse el negocio". Son los últimos de una saga de tenaces emprendedores endulzados por el aroma de la también centenaria pastelería Barquero. Al frente del obrador de la calle Escuernavacas se encuentra Romualdo Campano Barquero, bisnieto de Romualdo Barquero, la cuarta generación de pasteleros que sigue aferrándose a la pequeña y bulliciosa calle entre petisús, juanitas y milhojas. La tradición manda.

El futuro se presenta incierto. Rafa García se muestra pesimista: «Las vacas gordas ya se comieron toda la hierba de la Puerta de la Feria», sentencia. Su esposa mantiene la esperanza, la misma fe de su abuelo que siguió atendiendo hasta los 95 años. La muerte lo sorprendió con el batín puesto y a punto de calzarse las botas para bajar a la tienda, una mañana más. Pero Maribel también comprende que el mundo que conocieron cambia a una velocidad de vértigo. Habrá que adaptarse. Como hicieron con los horarios: «Cuando llegó Simago, los vendedores jóvenes querían abrir los sábados por la tarde, pero los veteranos no querían», refiere Miguel Prieto. Es la nueva ley que imponen los tiempos que corren y que deja atrás a los que se apean en marcha con el carte de "Se traspasa" para dar entrada a una nueva aventura en esta intensa Calle Feria.