Allá por 1966 Jackie Kennedy se presentó en el restaurante neoyorquino Le Perigord, entonces el más famoso de los franceses de la ciudad, acompañada por el gobernador de New Jersey y vestida con unos pantalones negros. Los códigos de vestimenta vigentes en el momento no contemplaban esa posibilidad, pero la familia Briguet, propietaria del local, que ya ha traspasado el medio siglo, hizo una excepción con la viuda de JFK.

En pocos meses no había mujer en Manhattan sin un par de pantalones oscuros. Aquella ruptura de la norma fue casi un trauma. Las chicas bien del Upper Side solo llevaban pantalones para ir a la hípica. Pero los tiempos cambiaban. Lo que nunca imaginaron los Briguet es que hoy lo más normal es que un grupo de amigos pretendan pasar a la sala con shorts, chanclas y camisetas de algodón. Para frenar de algún modo toda esta vulgaridad imperante, en Estados Unidos y en capitales europeas como Roma y París gana peso la moda de arreglarse para salir a cenar, fomentada, todo hay que decirlo, por locales como Le Perigord, que no están dispuestos a que sus exquisitas mesas y sillas sean tomadas por hordas de personas vestidas de cualquier manera.

La lucha es ardua, más si se tiene en cuenta que toda esta generalización del «casual-friday», la vestimenta informal que permiten las oficinas el último día de la semana, ha estado fomentada en los últimos ocho años desde la Casa Blanca. Cuando Obama tomó posesión en 2009 derogó la etiqueta vigente, los empleados pudieron ir al trabajo sin corbata y los visitantes de la mansión presidencial pasaron hasta el despacho oval con chanclas y minifaldas playeras. Los restaurantes que se vieron obligados a reemplazar aquello de corbata obligatoria por chaqueta sugerida forman parte de la cruzada. Hoy lo de Jackie sería una broma.