El reciente atropello mortal de un niño de 12 años en Valladolid ha puesto el foco, una vez más, en la seguridad vial de nuestras calles y ciudades. Estas noticias duelen especialmente y conmocionan a toda la población, porque cualquiera puede ser víctima de un siniestro de este tipo. Y víctima es el peatón y el conductor que circula cumpliendo las normas. Las secuelas físicas y psíquicas en estos casos suelen ser tremendas, hasta el punto de que el miedo atenaza a quien ha pasado por un trance de estos y, obviamente, lo puede contar.

Los estudios arrojan un atropello en España cada 53 minutos, 27 al día, unos 10.000 al año y una media de 4,1 fallecidos y heridos graves por cada 100.000 habitantes. Son cifras escalofriantes que nos tienen que hacer reflexionar a todos sobre los comportamientos cívicos y la relevancia de la educación vial. A las autoridades les compete legislar de manera taxativa contra esta especie de lacra urbana, mientras a todos nos incumbe mostrar conductas ejemplarizantes. No es cuestión aquí de relatar las medidas que todos podemos tener en mente para corregir esta lamentable tendencia. Pero sí es el momento de hacer cuanto esté en nuestras respectivas manos para alertar y, llegado el caso, denunciar aquellas actitudes que pongan en peligro la seguridad de las personas. Qué mejor forma de colaboración que aquella que reproche al prójimo toda acción incorrecta en la vía pública, vaya a pie o a manos de un volante. Solo mejorando los niveles de educación en la materia hallaremos el punto de inflexión entre una sociedad cortoplacista de la que no lo es, entre una sociedad atropellada literalmente de la que ve en los valores y el compromiso cívico las mejores armas contra el dislate que supone todo atropello mortal o grave. No podemos asistir impasibles a seguir engrosando unas estadísticas tan espeluznantes, como tampoco debemos sentir afligimiento tras conocer una noticia tan triste y olvidarnos al día siguiente de las causas y sus efectos.