L a irritabilidad con la que algunos ejercen su actividad profesional es de nota. Hay casos en todos los sectores y, lejos de contenerse, parece que va a más. No se trata solo de las condiciones laborales, ni de la mucha o poca motivación con la que desempeñamos nuestros respectivos trabajos. Es más bien una cuestión de actitud y de tacto personal. No es de recibo que un médico atienda a su paciente sin mirarle siquiera a la cara, cuando lo que más necesita en esos momentos es, precisamente, su complicidad y unas palabras de sosiego. O que un camarero te responda con aire desabrido y un mohín de perdonavidas nada más pedirle un simple café. O que un taxista vocifere en medio de un atasco mientras tú te arrepientes desde el asiento de atrás de haber subido a ese vehículo. Son solo tres ejemplos de los que, a buen seguro, muchos hemos sido testigos mudos. Pero lo que sí hay en todos esos casos es el mismo denominador común: la falta de educación.

El engreimiento es un mal que acecha a demasiada gente y que lleva a quien lo ejerce a la estupidez, que es un mal muy de ahora y que cala a poco que te descuides. No entiendo a esas personas que, desde una absurda vanidad y con gesto altanero, tratan de imponerse sobre el común de los mortales. Esa forma de ir por la vida y de comportarse ante los demás, ya sea en el interior de un taxi, en la consulta de un especialista médico o en la barra de un bar, evidencia que la crisis de valores sigue latiendo en cada esquina para morbo de unos cuantos.

Y todo, créanme, radica en esa ausencia vital que es la educación de cada uno en su acepción más amplia. Una virtud personal e innata que no viene explicada en los libros de texto porque, sencillamente, se aprende en el núcleo familiar y en nuestras relaciones interpersonales. Por ello, la asignatura pendiente que aún arrastramos como sociedad es la hipócrita creencia de que, mirando al prójimo por encima del hombro, seremos más fuertes cuando la realidad es que nos hace más vulnerables y, por supuesto, estúpidos.