Como Teseo hiciera, buscando al minotauro cuya muerte habría de dar razón a su existencia, me deslizaba yo aquel día por los pasillos del laberinto de paredes hechas con libros apilados en estantes. Como tantas veces, no buscaba un libro concreto ni a un autor cierto. No había en mis intenciones una temática predispuesta. Solo dejaba pasar el tiempo, recorriendo con la vista las hileras de libros alfabéticamente clasificados en la sección de literatura de la biblioteca.

Debió ser una tarde a principios de los ochenta (lo conté a propósito de Umberto Eco). Era en la Casa de la Cultura de Zamora. Cada tantos segundos y metros estiraba mis manos para tocar un lomo, extraer un ejemplar, leer las solapas y la contraportada, pasar unas cuantas hojas, volverlo a dejar en su sitio y, en una selección de esos reiterados movimientos, tratar de dejar fijadas en la memoria unas coordenadas de ubicación y unos datos básicos. Autor, título, temática.

En esas estaba cuando reparé en un pequeño ejemplar en cuyo lomo se leía "J. L. Borges El Aleph". Desde aquel día, Borges se convirtió para mí en el hilo de Ariadna que Teseo utilizó para hallar la salida del laberinto, el puerto al que siempre vuelvo entre otros recorridos literarios, el canto de las sirenas que como a Ulises, me atrae hacia la lectura cuando otras ocupaciones me alejan de ella, la ínsula Barataria en que hallar refugio y reposo.

En un incierto momento de estos ocho años y medio que llevo surcando por este Espejo de Tinta, alguien me preguntó cuánto había tardado en escribir cierta columna. Le respondí, "cuarenta y tantos años, amigo". No añadí, pero quizás debería haberlo hecho, "y unas cuantas horas de lectura", y Borges y cientos de libros apilados en estantes que forman paredes que hacen laberintos y cientos de escritores que no he leído, pero que han sido leídos por otros a los que sí leí, y las librerías y bibliotecas por las que he pasado y aquellas otras por las que no, pero que ahí estaban y por las que otros pasaron antes y pasarán después.

De vez en cuando incluyo menciones a Borges en mis columnas, es un placer que me doy, como dejar que lentamente se deshaga bajo la lengua una porción de chocolate negro de cacao puro. Este año lo haré más, por aquello de que en junio se cumplen treinta años de su fallecimiento. En este abril, mes de los libros, lo traigo al albur de mi encuentro con él en las páginas halladas en aquella biblioteca, cuando leo que en el sur de Londres los vecinos del barrio de Herne Hill se han encerrado porque su ayuntamiento ha decidido convertirla en gimnasio.

Asterión, el minotauro, esperaba a quien con la muerte habría de hacerlo libre. Esos vecinos han pensado que un reducto de libertad no es mal lugar para encerrarse. Y no lo es.

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