¿Se acuerdan del señor Rosa? Si han visto "Reservoir Dogs", de Quentin Tarantino, la primera secuencia de la película no resulta fácil de olvidar. Rosa mantiene con Rubio, Naranja, Azul, Blanco, Marrón, Joe y Eddie el Amable, una conversación animada durante el desayuno. La camarera le ha servido tres veces café, pero él se niega a contribuir con un euro a la propina. No cree en ella y, al final, suelta el pavo a regañadientes. Dice que se trata de una cuestión de principios, sin embargo todos piensan que es pura tacañería. Las camareras en Estados Unidos ganan sueldos muy bajos y viven prácticamente de las propinas que nunca bajan del 10 por ciento del total de la consumición y en algunos casos alcanzan el 25 por ciento. "Venga ya -dice Rosa- estas tías no están muertas de hambre, cobran su salario mínimo, yo también trabajé así, cobrando eso, pero entonces no tuve la suerte de que alguien me diese propina".

Las propinas son para el personaje de la película de Tarantino el único violín que escuchan los que sirven en las mesas. Ahora, la música dejará de sonar. Algunos empresarios de Nueva York están dispuestos a acabar con ella y la injusta situación que crea entre empleados del mismo sector, dado que algunos no tiene acceso al dinero extra que dejan los clientes por el servicio prestado. Pero el verdadero problema no son las propinas ni el sentido que adquiere el hecho de darlas o recibirlas, sino que en un país desarrollado como es Estados Unidos algunos trabajadores tengan que depender de ellas para reunir un sueldo que les permita vivir. Si desaparecen las propinas ¿surgirá una protección salarial como es debido? El asunto plantea más de una duda. Hasta ahora y durante décadas ese tipo de subsidio ha quedado en manos de clientes que se creen en obligados a mantener a los trabajadores que les sirven; quienes los emplean no lo hacen hasta el punto de que puedan prescindir de la ayuda.

Salvo en Japón y en algún otro país asiático vecino donde las propinas están consideradas una ofensa, en el resto del mundo la práctica es más o menos habitual, aunque en la mayor parte de los lugares el servicio se agradece simplemente renunciando a la devolución de lo que uno paga con la excusa redondear la cuenta. Así sucede, por lo general en Europa, con la excepción curiosamente de Italia en que el gesto de cortesía del cliente hacia el empleado no se veía como un detalle de buen gusto hasta que el turismo acabó rompiendo la tendencia; en cualquier caso jamás he visto a nadie retirar la mano. En Cuba, tras la revolución, la propina se consideró un insulto, pero desde el botones de hotel que carga el equipaje a la habitación hasta el camarero, son cientos los cubanos a quienes no les importa sentirse insultados. Durante los años más duros del castrismo un empleado de la hostelería era un privilegiado al recibir un salario extra en dólares que le permitía acceder a productos que personas con carreras superiores y con exiguos sueldos en pesos no podían comprar. No son pocos los países donde, además de incluir el servicio en la cuenta de un restaurante, los empleados esperan una gratificación aparte del cliente. En México, la propina está tan arraigada que uno se arriesga a ser reprendido si no la deja.

En contra del dicho y según las normas españolas de protocolo, la propina no rebaja al que la da ni ofende al que la recibe. Simplemente es una muestra de gratitud del cliente por los servicios prestados. Sobre este particular hay ciertas reglas, al parecer, que deberían guardarse. Por ejemplo, no utilizar el momento para deshacernos de la calderilla sobrante en nuestros bolsillos. Ser discretos y no exhibicionistas al ofrecerla. Sonreír y, a la vez, dar las gracias, etcétera, etcétera.

En Estados Unidos, donde la propina supone un sobresueldo y casi el 2 por ciento de la población depende exclusivamente de ella, su prohibición tendría que venir acompañada de una especie de revolución legislativa laboral. Los camareros y otros muchos empleados viven de ella, mientras que el Fisco quiere verla abolida porque no se declara. Hasta ahora todos los intentos de desterrar la costumbre han fracasado. Los americanos, con la excepción del señor Rosa de la película de Tarantino, ven fortalecida su autoestima al contribuir con unos dólares a mantener un servicio poco remunerado por los empresarios. Para comprobarlo basta recordar la proverbial maestría y discreción con que Frank Sinatra, incluso en algunas de sus películas, deslizaba los billetes para comprar favores, soplos e informaciones útiles.