Entonces, ¿qué? ¿Fueron problemas de pastos o cosas relacionadas con la caza? ¿Cuál fue el origen del último gran incendio de Vegalatrave? Lo investigan, nos dicen. Vale, pues dejemos investigar. Aunque conviene dejar sentadas un par de obviedades. Los delitos los cometen individuos, nunca organizaciones o colectivos sociales. Por tanto, no fueron los ganaderos los incendiarios ni de ese ni de ningún incendio, en contra de lo que pareció entendérsele a la vicepresidenta de la Junta. Ni pudieron ser en modo algunos los cazadores. Fijo que ni los unos ni los otros. Ni aunque el resultado final de la investigación pudiera decirnos que resultó ser alguien de profesión ganadero o alguien de afición cazador. El culpable será siempre un señor de nombre y apellidos concretos que habrá delinquido en su único nombre y responsabilidad. Pero el colectivo de los unos y los otros no puede ser declarado culpable. Ni aquí ni en ninguna parte.

El problema de los incendios forestales, la causa originaria de este desastre sin fin, constituye otra obviedad: desde que es de todos, el bosque no es de nadie y lo que no es de nadie siempre ha tenido mala defensa, llámese bosque, monte, farolas urbanas o fuentes públicas. Uno se da cuenta de lo difícil que lo tienen los pocos árboles que nos quedan cuando su más férreo defensor es, pongamos, el Delegado de la Junta en Zamora, Alberto Castro; que vive en moqueta y aire acondicionado todas las horas del día, acorde con cargo y condición. Cuando la defensa del monte la han de hacer gentes de la ciudad, que jamás hollaron sus regatos, umbrías y sombras, ¿qué se puede esperar? Cuando los primeros sospechosos de que arda el campo, la tierra, la escasa vegetación son quienes más conocen y disfrutan de cuanto ofrecen, cual ganaderos y cazadores, ¿qué se puede esperar? Es el mundo al revés.

A estas alturas, de los incendios forestales a uno ya sólo le asombra que aún quede algo por arder. También he perdido cualquier esperanza de que ese desastre alcance alguna vez solución. Extrañas lógicas burocráticas llevaron a que los montes, las zonas arboladas, el campo en general, hayan acabado regidos por normas hechas en la ciudad, desde la muy peculiar óptica urbana; de modo que se ven como algo extraño, opresor, no comprensible, desde la óptica de quienes disfrutan del monte o viven en él. Y ni un millón de incendios, por lo que se ve, puede modificar esa situación. Así que sólo cabe esperar una de dos: que se acabe lo que arde o que se acaben los que no "respiran" ciudad. Ambas cosas, todo hay que decirlo, van "bien". Así que sólo toca esperar.