Emiliano Núñez Pardo ha dedicado más de dos décadas de su vida a viajar por el mundo como primer camarero y mayordomo en barcos comerciales -ha pisado tierra en decenas de países de los cinco continentes- y, sin embargo, a penas conserva como testigos de esta experiencia nómada media docena de fotos. El resto de recuerdos, prácticamente todos en realidad, le fueron arrebatados hace ocho años cuando unos desalmados, mientras él andaba de «chiquititeo» con la cuadrilla, perpetraron un robo en su piso de Guernica (Vizcaya), pese a los veinticinco bulones de acero que protegían la puerta. Juegos de La Chinita, varias máquinas fotográficas, dos «Omegas» de oro, cuberterías de plata y oro, perlas cultivadas de Canadá, monedas de oro de La Taquia, figuras de marfil y ébano de Punta Negra y Manila, cuadros de plata, diamantes, lingotes de oro, cuadros labrados de plata... y 8.000 euros en metálico. Total, 84.000 euros y fotos, muchas, las que daban fe de sus viajes, pero sobre todo, lo que más lamenta ahora, sobrepuesto del impacto que le causó aquello, fue que también se llevaron consigo las fotografías de sus padres, especialmente las pocas que conservaba de su madre, fallecida cuando tenía poco más de cuarenta años al ser atropellada por un camión en la calle Capuchinos de Toro.

A falta de recuerdos tangibles, Emiliano conserva, a sus 75 años, una memoria prodigiosa que le permite evocar al detalle sus remembranzas, las que le llevaron de ser marinero a ser industrial cuando a las puertas de los años 80 del siglo pasado creó, junto a otro medio centenar de socios, el Grupo Maier, dedicado a la fabricación de piezas para automóviles. Una vida para contar que comenzó el 24 de marzo de 1937 cuando nació Emiliano, en el número 4 de la Plazuela de San Sebastián de Toro, al igual que sus dos hermanas. Estudió hasta los 16 años en los Padres Escolapios y, tras una breve incursión en la agricultura, trabajó después en un comercio de tejidos en Vitoria y en una joyería de Guernica, ciudad decisiva en su devenir laboral, ya que fue aquí donde, a la vuelta de un año de trabajo en una fábrica de ruedas de una ciudad holandesa, le surgió la posibilidad de entrar en contacto con el mundo marítimo, aunque en un principio lo hizo desde tierra a fabricando piezas para barcos en los astilleros de Róterdam. «Me pagaban 18.000 pesetas, además de la pensión, cuando por aquella época -los albores de los 60- en España se ganaban unos 5.000 euros al mes», recuerda. De vuelta a Guernica de vacaciones fue cuando un amigo marino le dijo que un capitán le había pedido que encontrara a «una buena persona» que asumiera las funciones de primer camarero para él y su jefe de máquinas. Sin duda alguna su buen porte, del que aún quedan visibles reminiscencias, le ayudó a ser seleccionado para el puesto, aunque para ello tuvo que formarse y lo hizo en el Casino de Bermeo. Cuando estuvo «listo» fue enviado directamente, junto al resto de la tripulación, a la ciudad japonesa de Nagasaki, donde embarcó en el «buque escuela Diane», dedicado al transporte de petróleo. El barco era propiedad a la compañía Maritime Overseas Corporation: «pertenecía a dos judíos casados con dos americanas archimillonarias y tenía 2.800 barcos y 700 acotrías propias », evoca Emiliano con precisión Emiliano. La misma con la describe su siguiente escala. en el Golfo Pérsico, donde cargaron 90.000 toneladas de petróleo en esa espectacular embarcación de 325 metros de largo, 90 de ancho y seis pisos de altura. Navegaron después rumbo a Nueva Zelanda para llevar un cargamento de gasolina refinada. Estuvieron setenta días sin tocar tierra, pero dice que no la echaron de menos porque disfrutaban de «piscina, futbolines, sala de juegos, gimnasio..., como el mejor hotel». Tanto es así que desestimó tiempo después una propuesta para navegar en un navío de la compañía de la reina Juliana de Holanda «porque tenía que compartir el camarote con otros tres».

A la vuelta de uno de sus numerosos viajes fue cuando la naviera le ascendió a mayordomo y para ello le envió durante un mes a Venecia a realizar un cursillo, que concluyó pasando a formar parte del «cuadro de honor». Su nuevo puesto le valió el cargo de «mayor» y un más que suculento sueldo. Estuvo trabajando para esta compañía durante 16 años en los que alternaba tres meses de vacaciones en tierra y otros nueve de trabajo en el mar. El buque escuela «Pauline», el petrolero «León» o un inmenso buque frigorífico fueron otros de sus destinos en este tiempo (su estancia en éste último le llevó a tener que viajar a Tel Aviv, Londres o a Manhattan, «tenía que ir a las Torres Gemelas», apostilla, para tramitar documentación», hasta que un buen día les dijeron que los españoles que formaban parte de la tripulación iban a ser sustituidos por chinos, coreanos y filipinos, que «consumían» mucho menos. «Ellos comían mucho espagueti, arroz y margarina, pero de aceite de oliva y buenas chuletas, nada, y yo recuerdo que para los españoles, cuando íbamos a Nueva Zelanda, donde tienen la mejor carne del mundo y bastante económica, yo les compraba 20 toneladas de la mejor», relata Emiliano. Y para colmo, a los españoles había que cambiarles las sábanas y las toallas y reponerles el jabón y la lejía todas las semanas, mientras que los asiáticos se conformaban con un suministro quincenal.

Entro los numerosos barcos en los que navegó antes de abandonar la vida en el mar recuerda un inmenso butanero en el que embarcó en Turquía y donde tuvo que arreglar el desaguisado que dejó el anterior mayordomo en forma de muchas cajas vacías en las bodegas y cuentas que no cuadraban, o el «Corinto», un frigorífico de una compañía noruega que parecía «una paloma mensajera de blanco que era». Después llegó la «Maier», que «pasó dos años muy malos, pero que después fue subiendo» hasta contar con factorías en varios países». Hace pocos años decidió pasar el testigo a uno de sus dos hijos, el otro vive en Méjico, donde se dedica a importar coches de EE.UU. El vive ahora a caballo con su actual pareja, una toresana, entre Guernica, Benidorm y Toro.