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Aunque se jubiló como industrial, Emiliano Núñez, se siente «marino» y de esta época de su vida son sus mejores recuerdos en forma de episodios y anécdotas que se le agolpan en la cabeza y que va intercalando en la conversación.

«Una vez estuve seis meses en Manila y allí conocí a Amparo Muñoz cuando fue Miss Universo, era una preciosidad; años después ella me vio en el aeropuerto de Madrid y me reconoció y estaba muy mal, me dijo que andaba metida en la droga», cuenta este toresano de juventud trashumante, a decir del filósofo Francis Bacon la mejor etapa para serlo , porque «los viajes, en la juventud, son una parte de la educación, y en la vejez una parte de la experiencia». Dice sentirse un «privilegiado» y que volvería a hacer lo mismo «con los ojos cerrados» porque viajar le ha aportado tolerancia, le ha enseñado a no tener prejuicios y le ha permitido conocer todo tipo de personas: «He tenido invitaciones de gente multimillonaria, árabes relacionados con el petróleo que nos llevaban por ahí toda la noche, nos daban los mejores manjares, nos traían bailarinas, pero también he visto mucha miseria, en Monrovia, Guayaquil, Puerto Bolívar, Barranquilla, Cartagena... había mucha hambre y se me partía el alma, por eso yo les decía a los cocineros que les dejaran comida, toda la que podíamos». Y al momento, otra de arena: «en Holanda salíamos a los cabarets y una noche en uno de ellos me encontré con un chico de Toro, Santi, que estaba tocando en una orquesta, cuando me vio soltó la trompeta, se tiró del escenario y se me abrazó; luego se sentó con el capitán, el jefe de máquinas y yo y recuerdo que estuvimos bebiendo champán Moët & Chandon». Y es que «España siempre estaba en el corazón», y le «dolía mucho» comprobar que «llevábamos un retraso de más de veinte años» con respecto a muchos de los países que visitaba en Europa: «es que veías las diferencias de sueldos y te daba mucha pena», ya que lo que se dice trabajador «el español lo es y mucho, lo que pasa es que había que estar siempre encima diciéndoles cómo había que hacer las cosas y eso aburre y desconcierta a las dos partes, mientras que a los obreros cualificados les das los planos y ellos los trabajan». El problema, según él, no se ha acabado de solucionar, pese a que «el gran cambio vino con la entrada de España en la Comunidad Europea», ya que «hay muy pocas escuelas de artes y oficios, necesitamos personal cualificado, porque no vale con ser ingenieros y saber muy bien la teoría». Reconoce, no obstante, que «en estos países van del trabajo a casa y al revés, y eso tampoco es vida, en España se disfruta más», aunque, apunta, «la juventud... allí no existe este desmadre, lo que pasa aquí, con tantos bares, es bueno siempre que haya trabajo». Por cierto, interrumpe el relato, «me acuerdo cuando vi por ahí las primeras crestas en el pelo y las cadenas, que en España no había aún nada de eso». Y le dolía también ser consciente de la falta de libertades que había en su país, aunque dice que estuvo año y medio viajando a Rusia con cargamentos de trigos «y había allí una presión que no la quería para mí ni loco, y lo mismo pasaba en Cuba».

Después de lo vivido, si tuviera que elegir, lo tiene claro, se queda con Nueva Zelanda: «bordeas Australia, finaliza el mar, te metes en un río y, al llegar al final, nada más entrar en la primera ciudad, vacas como jamás en ningún sitio, unos chalets fuera de serie, un sistema de vida tal alto que es un paraíso». Eso si, estuviera donde estuviera y esté ahora donde esté, nunca ha dejado de ejercer como toresano: «además de mi familia, tengo recuerdos muy buenos de Toro y tengo grandes amigos, personas muy buenas; yo soy feliz en Toro, aunque siento quizá más al País Vasco porque llevo 57 años fuera». Y de entre los extranjeros prefiere a los holandeses, a los suecos y a los franceses, que son también bastante agradables; los más antipáticos son los ingleses, porque se empeñan en ser distintos en todo». Por cierto, aunque no a la perfección, se «defiende» con el inglés, idioma en el que le «exigían hacer el papeleo» y el cual trataba de aprender mano a mano con «un capitán español» con el que se encerraba en el camarote, «y a vueltas con el diccionario».