«Lo único que no quisiera es morir en un día de sol. ¿Quién quiere dejar el mundo con él fuera?». Sus deseos se cumplieron. El día que murió Delhy Tejero, 10 de octubre de 1968, el cielo estaba plomizo en Madrid. La reflexión de la artista toresana forma parte de la multitud de libretas, papeles, cuadernos, agendas, cartas....que fue dejando a lo largo de su vida y que, junto a sus dibujos y pinturas, han permitido profundizar la compleja personalidad y la densa y dura existencia de una mujer adelantada a su tiempo, pero marcada también por el apego a sus raíces, incluso a lo que de ellas más detestaba. Su seductora trayectoria personal, que dejan también constancia de una época histórica en España, han vuelto a cobrar relevancia ahora con la vasta exposición itinerante patrocinada por Caja España, que llegará en enero a Zamora.

Delhy escribía con flashes verbales, sin retoques, sin puntuación y sin concesiones a la sintaxis, porque lo hacía para buscar consuelo en sus momentos de declive y soledad. Una soledad y un aislamiento selectivo al que, en los últimos años de su vida, se acogió de forma voluntaria refugiándose en el estudio del madrileño palacio de la Prensa que ahora ocupa su sobrina nieta, Inés Vila, que es también la comisaria técnica de la mencionada exposición. Su existencia fue una constante lucha entre «dos mitades hostiles», en la que «el arte se sobrepone a la vida, pero no del todo y, además, alcanza cansado la victoria», como de ella escribió en 1980 con motivo de otra exposición el presidente de la Fundación González Allende, José Navarro Talegón, entidad donde recibió clases de dibujo y encuadernación tras un fugaz paso por el colegio Amor de Dios. Esa «necesidad inevitable de arder en su propia obra» que la persiguió durante toda su vida ha hecho que sea comparada por autores como Tomás Sánchez Santiago con mujeres como Frida Khalo, Virginia Wolf o Alfonsina Storni.

Nació en Toro y fue «una niña triste, preocupada», para quien «todo podía ser mejor». Sus primeros recuerdos de infancia fueron «complejos grandísimos, frío, mucho frío, soledad, tristeza» en una ciudad cuyo «horizonte es el cementerio y del cementerio a la eternidad. En Toro se convive con el más allá». Quizá por eso decidió pintar «las gallinas de colores» en los veranos que pasaba en Peñalba o marcharse con los gitanos, aunque siempre llevó a Toro en el alma y en el pincel.

Las deficiencias de su pobre formación académica inicial: «tengo una ignorancia absoluta, pero todo lo presiento, todo lo deduzco», las suplió, efectivamente, con una agudísima intuición, con sus viajes por el mundo y con su brillante formación posterior en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Julio Romero de Torres fue uno de sus profesores y de ella dijo: «si continúa trabajando como hasta aquí, puede llegar a ser una artista eminente, dadas sus condiciones, laboriosidad y talento», según recogía la prensa local. Su amor por el arte era sublime, lo que, unido a su modestia natural, hizo que nunca pensara en enriquecerse con su obra o en el triunfo, solo pensaba en la búsqueda constante de nuevos cauces expresivos. De su época madrileña, en la que emplea sus dotes como dibujante en numerosos publicaciones de renombre, queda esta reflexión: «Si hubiera sabido administrarme, dándome tono en vez de huir y toda tímida pasar desapercibida... Muchas ideas dí y mucho me robaron... Me acuerdo de aquello que yo contaba de mía brujas, de veraneos...; como siempre fui tan original en decir las cosas, con esa mi manera de sacar partido de todo...cuando salían páginas completas firmadas por todos aquellos...pero exactas. ¿Pero no ve que la roban?, me decía el director; pero yo, tímida, impotente, siempre sola, ¿qué iba a hacer?-.

Su primera incursión mundana fue a Bélgica y después París -estuvo en 1931 y residió allí entre 1938 y 1939-: «Una chica que fue a París, bebió deprisa todo y sin volver más por allí, de vez en cuando saca algo de lo que vio y hace actualidad». Más tarde Turín, Verona, Venecia, Roma y Florencia, a donde parte para imbuirse del arte mural. Echa de menos España y, sobre todo, le duele su país, porque la engulle el fantasma de la guerra: «no se ocupa nadie de la guerra, y los españoles, matándose inútil y estúpidamente»... «García Lorca, cuánto me acuerdo de tu drama». Sus diarios dejan traslucir también una vida afectiva desequilibrada: «¡Qué asco la mayoría de los hombres... se me llena la boca de escrúpulo, me dan nauseas. Así es mi vida en amor; el rival ha sido el arte». En Capri (1938), a donde llegó «con doce liras, y me quedé cinco meses», deja clara constancia de esta contraposición en el amor y en sus deseos de maternidad nunca cumplidos: «Estoy abrasándome... secándome cada día más. Y luego el ansia, el deseo espiritual de un compañero, de un amor sublime a quien querer, y de tener un hijo». Allí también se manifiesta la tendencia vital a encerrarse en un mundo mágico y puro cuando la realidad le produce escrúpulo: «Qué bonito es el pensamiento. Dentro de él no puede entrar nadie».

Estuvo también en Africa (1934/1936) . En Tanger, una ciudad « tan bonita que parece irreal» y en Fez: «Por la tarde fui a tomar un té moro a un campo con yerbabuena; después de cenar fuimos al campo con el coche, se nos cayó en una zanja, a pie fuimos hasta la plaza y yo tomé un cochecito para casa. Eran as tres y media. Muy emocionada de ir con el morito».