«Soy BTK». A la policía, los ciudadanos y los periodistas de Wichita (Kansas, Estados Unidos) les costó 31 años y tres horas de interrogatorio ponerle cara, nombre y grilletes a uno de los asesinos en serie más peculiares de la historia criminal estadounidense, exuberante en ejemplos. Entre enero de 1974 y enero de 1991, BTK, las siglas en inglés de ata -bind-, tortura -torture- y mata -kill- asesinó a diez personas.

Cuando el estrangulador de Wichita, un fetichista obsesionado por el «bondage» -práctica sexual basada en el atamiento de la pareja y que está ligada a ceremonias de sometimiento-, dejó de ser un monstruo anónimo para tomar una identidad, los policías que lo persiguieron durante años no daban crédito. El tipo inteligente que habían imaginado era, en realidad, un estúpido. ¿Por qué, entonces, hicieron falta 31 años, un mes y nueve días para detenerlo?

El libro «BTK (Átalas, tortúralas, mátalas)» que Alba Oscura, la colección de novela negra de Alba Editorial, puso a la venta la pasada primavera es un relato minucioso, casi notarial, no sólo de las atrocidades cometidas por el criminal de Wichita, sino de la extraña relación que se estableció en esas tres décadas entre el asesino, la policía y los periodistas de sucesos del diario local «The Wichita Eagle».

Cuatro de esos periodistas dan respuesta en el libro a la cuestión de las tres décadas de impunidad de las que gozó un criminal que, desde luego, nunca demostró ser especialmente brillante. Para ello han contado con la excepcional colaboración de los policías que a lo largo de 31 años trataron de capturar a BTK -con el teniente Kenny Landwehr al frente-, de la Fiscalía, de los familiares y de decenas de personas que de un modo u otro tuvieron relación con aquellos brutales crímenes.

La fascinación por la historia de BTK, convertida incluso en película, aunque de escaso interés cinematográfico, se basa, como en el caso de la mayoría de los asesinos en serie, en la normalidad de la persona que dota de carne y hueso al personaje.

El temido estrangulador de Wichita, una ciudad pequeña y especialmente violenta en las décadas de 1970 y 1980, resultó ser un tipo normal y corriente. El vecino de al lado. Era un tal Dennis Rader, adorado marido y padre de familia, condecorado vigilante del Ayuntamiento de Park City -pequeño municipio próximo a Wichita donde residió casi toda su vida-, buen vecino, antiguo boy scout y piadoso luterano -nombrado incluso presidente de su iglesia poco antes de su captura-.

El mismo hombre que se había sentado el 15 de enero de 1974 frente a un niño de 9 años al que había atado una bolsa de plástico en torno al cuello para contemplar cómo expiraba, no sólo había dejado de matar tras el nacimiento de sus dos hijos para atender las responsabilidades familiares, sino que, además, los había educado en el amor a la religión, a los boy scout y al estudio. Toda una paradoja propia de un psicópata sin sentimientos ni capacidad para empatizar con los demás.

La ciencia se alió con el esfuerzo

Rader no sólo cumplía ese requisito. Tras su captura se sabría que había torturado y matado animales en su infancia, que tenía fantasías sexuales distorsionadas desde los ocho años y que se mostró frío, soberbio y carente de arrepentimiento en las 33 horas de confesión a lo largo de los dos días siguientes a su detención.

Y aunque resultó ser minimalista a la hora de archivar los trofeos de sus crímenes -todo estaba catalogado y guardado en cajas y carpetas cuando fue atrapado-, tampoco se había mostrado especialmente cuidadoso a la hora de matar. Procuraba usar guantes para no dejar huellas, pero poco más. Sin embargo, no tenía conexión alguna con las víctimas y pasó largos periodos sin asesinar, lo que le garantizó una gran ventaja.

Pero los avances científicos acabarían siendo la clave por encima de las miles de horas de abnegado y obsesivo trabajo de los dos equipos especiales de detectives asignados en exclusiva al caso.

Así, el ADN obtenido de una muestra de semen en casa de los Otero, en 1974, y la huella informática de un disquete, junto con su vanidad, que le llevaron a reaparecer en 2004 con envíos de objetos y cartas a la prensa y a la policía cuando ya nadie lo recordaba, acabarían siendo su tumba. Ahora cumple diez cadenas perpetuas.

BTK (Átalas, tortúralas, mátalas) Alba Editorial Colección Alba Oscura