C on la víctima siempre, nunca con el criminal. Esta sería la respuesta que automáticamente todos daríamos si alguien nos preguntara de qué lado nos pondríamos en un caso de asesinato, de violación, secuestro o tortura. Ante pregunta tan simple, la respuesta es obvia, pensaremos tomados tomados uno a uno.

Cabe entonces preguntarse por qué con tanta frecuencia nos quejamos de la laxitud de las leyes cuando éstas han de aplicarse a los crímenes más atroces. Por qué, sistemáticamente, tenemos que escuchar el profundo lamento de los más cercanos a las víctimas. Lamentos que nos suenan a prédica en el desierto. Que movilizan las tripas de quien las escucha, que nos encienden y nos activan individual y socialmente como un soufflé pero que sabemos quedarán finalmente reducidas a mera espuma.

Lo oímos ahora en las palabras cargadas de sensatez y razón de David Alonso, pareja de Leticia Rosino, asesinada en Castrogonzalo que ayer recogía para nuestro periódico Susana Arízaga. Dice y tiene toda la puñetera razón que no puede ser que el asesino esté de nuevo en la calle con 24 años. Diremos que se está anticipando al juicio y que hay que tener que confiar en la Justicia, pero sabiendo que la ley no permite otra cosa.

Dirán algunos que son palabras marcadas y cargadas por el dolor. Como si eso le restara a David derecho a decirlas, como si el dolor fuera un narcótico que anula la razón y no, como resulta en muchas ocasiones, siendo incisivo, lacerante y casi mortal en sí mismo, un elemento que aporta la especial lucidez que solo se consigue al tomar distancia con el segundo a segundo, elevarse del duro suelo para, desde una visión cenital, tomar la perspectiva de lo vitalmente esencial, de lo verdaderamente importante, esto es, la vida misma. La independencia y valentía para decir lo que se piensa al margen de los condicionantes morales o sociales, de lo que está bien visto y lo que no. El estado de shock, como algunas drogas alucinógenas, tiene ese doble y contradictorio efecto. Puede nublar la razón u otorgar la más nítida lucidez.

Algo ocurre cuando a la pregunta del principio y en frío todos responderíamos igual y sin embargo en el momento en que rascamos un poco más descubrimos que hemos legislado tanto en favor de la protección del delincuente que las más dolorosas víctimas se han quedado desasistidas.

En los años más duros del plomo etarra, cuando Gregorio Ordoñez, Miguel Ángel Blanco, Fernando Múgica o Isaías Carrasco fueron asesinados, un periodista preguntó a un buen amigo mío, también concejal, qué pensaba de que le pudiera pasar a él. Su respuesta, no menos sencilla que polémica en su provincia, fue: "en ese caso espero que mis amigos me venguen". Solo se dice eso cuando se entiende que la ley se ha desconectado de la justicia. Mal camino para todos, excepto para los peores criminales.

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