E n el sillón de al lado un cliente español le explica al peluquero dominicano que le arregla el cabello cómo es la República Dominicana. Ha estado un par de veces allí, en Punta Cana. Lo dice en el mismo tono con el que otros aseguran que han cursado un máster presencial a cuyas clases les fue imposible acudir. El hombre habla desde el punto de vista de la sociología, de la política, de la agricultura, y enumera sin pausa las recetas para arreglar los problemas de aquel país lejano. El peluquero finge escucharle con atención, asintiendo de vez en cuando, mientras conduce la tijera alrededor de su cráneo con una agilidad alucinante. Le corta el pelo de a pocos y luego observa el resultado a través del espejo. Parece disfrutar con la cabeza del cliente, no lo con lo dentro, desde luego, sino con lo de fuera.

En un momento en el que el tipo se calla para tomar respiración, mi peluquero, que es ecuatoriano, me propone, irónico, que le hable de Ecuador si tal es mi deseo. El cliente vecino, que le ha escuchado, carraspea inquieto. Yo, que he estado un par de veces en aquel país, comienzo un discurso disparatado que parodia al que acabamos de escuchar. De súbito, el experto en República Dominicana, se vuelve y dice que no está de acuerdo conmigo, pues económicamente hablando Ecuador es una potencia sin explotar. "Podría ser la despensa del mundo", añade en lo que parece una frase hecha que ha recogido por ahí. Los peluqueros latinoamericanos se observan brevemente con una mirada de perplejidad y regresan a nuestros cráneos. Durante unos instantes solo se escucha la conversación de las tijeras cuyas puntas, pienso, entrarían en nuestros cuellos europeos como un cuchillo caliente en un bloque mantequilla.

Pero no: tanto el cliente de al lado como yo salimos vivos del establecimiento y coincidimos al poco en una cafetería del centro comercial. Nos saludamos y me pregunta de dónde soy. Le digo que de Valencia y me da una conferencia sobre la exportación de las naranjas. Comprendo entonces que no es un hombre malo, sino un tipo desesperado que ha logrado convencerse de que nadie como él comprende el mundo en toda su complejidad. Se empeña en invitarme y luego no logro despegarme de él en media hora.